lunes, 29 de septiembre de 2008

El día que jamás olvidé


En mis años como reportero de sucesos, a veces me preguntan que ha sido lo más impactante para mí, principalmente cuando se enteran de que me ha tocado cubrir tantos hechos donde han muerto hombres, mujeres y niños. Y la respuesta la tengo casi en la punta de la lengua.
Fue un 20 de febrero de 2002, un día de tantos en la nota roja. Me avisaron sobre un incendio en el orfanato Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza, municipio de Chimaltenango; en el cual murieron seis niños. Esa mañana la tengo presente en la memoria, que no me resulta difícil hablar de ella. Estaba nublado, hacía frío; en fin, la temperatura típica de aquella región del país.
Al llegar al diario, lo primero que hice fue hablar con Adolfo Mejía, el fotógrafo que en ese tiempo estaba asignado a cubrir sucesos. Le comenté lo que ocurría y que saldríamos para allá al tener la autorización del jefe. También me puse en contacto con el corresponsal de aquel departamento, mi tocayo Julio Román, y me contó que en verdad era una tragedia. Salimos entonces en un jeep samurai de inmediato.
El orfanato se había incendiado- según constan en los registros de la Policía y los Bomberos- por un cortocircuito. Cuando llegamos vi las caras consternadas de los pobladores. Había motobombas alrededor de la cuadra, el olor a quemado invadía todo el lugar y los socorristas aún retiraban los escombros para que el fuego se apagara por completo. Entramos al fatídico lugar, y vimos varias cunas y camas pequeñas casi carbonizadas. El llanto de las monjas y las vecinas por la muerte de los niñitos, hacía un ambiente más amargo y dramático.
Entrevisté a una adolescente, Edna Viviana Escobedo de 14 años; y me dijo que el fuego se había propagado rápidamente a las 6:30 de la mañana.
-Por un rato oímos que los niñitos lloraban; mucha gente trató de entrar a sacarlos, pero no pudieron por el fuego; después no escuchamos nada-, dijo mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Para su edad era un tremendo momento.
Pero no se necesita ser maduro para darse cuenta de la difícil situación. Me acerqué al lugar donde murieron los seis niños, y comprobé cuanta amargura provocaba aquella escena. Como papá me sentí reflejado en aquella tragedia, y por un momento pensé de cómo me sentiría si les hubiera pasado algo así a mis hijos. Supe entonces que a pesar del tiempo que tenía de cubrir la nota roja, de que los manuales de periodismo señalan que el reportero no debe ser más que un espectador y transmitir la información lo más profesional, no se puede dejar de ser humano y sentirse afectado.
No fui sólo yo. En aquella época llegamos varios periodistas, y recuerdo que uno de ellos es Estuardo Martínez, alias el Grillo; y su compañero fotógrafo Wilfredo Hernández. Tengo vivo el momento de cuando esperamos afuera del orfanato a que los bomberos sacaran envueltos en sábanas blancas los restos de los niños calcinados.
Una monja cargaba una cruz de madera. Y detrás de ella la seguían sus compañeras y feligresas que se les unieron para cantarle a la Virgen María, para implorar por las almas de los fallecidos. Fue un momento triste. Wilfredo se agachó con su cámara para hacer la foto de ese momento. Se me humedecieron los ojos. Sentí pena y dirigí la mirada hacia el Grillo, que también lloró calladamente. Pasó el grupo frente a nosotros, y Wilfredo no se levantó. Entonces Martínez empezó a preguntarle si había tomado la foto.
-¿Tomaste la foto?-, le preguntaba.
Después de insistir, finalmente Wilfredo se levantó y nos dijo que no pudo tomar la foto. Empezó a secarse las lágrimas. Y fue cuando todos comentamos que nos había impactado, que era muy duro lo sucedido, pues se trataba de niños inocentes que no pudieron saltar de sus cunas para ponerse a salvo.
Han pasado seis años desde ese hecho, y no lo olvido, porque ese momento marcó mi vida. El día que jamás olvidé.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Entre balas


La carretera interamericana parecía interminable aquella mañana del 9 de enero de 2005. Cada vez que podía, observaba el aspirómetro (medidor de velocidad) del vehículo que conducía y me admiraba de ver que llegaba a 120 kilómetros por hora. Mynor De León, el fotógrafo que esa mañana me habían asignado para cubrir la nota roja, escuchaba callado los avances de las noticias en Emisoras Unidas, y algunas veces, cambiaba a Radio Sonora, para enterarse de qué sucedía. Estaba ansioso por llegar.
El caso es que por toda la carretera Interamericana era trasladado un enorme cilindro de más de 50 tonelada de peso, por un furgón con un motor superpotente que abarcaba casi toda la carretera y que tenía como destino llegar a una aldea en San Marcos, donde funciona la empresa Montana, encargada de explotar metales preciosos.
“Miles de pobladores se encuentran en las orillas de la carretera, lanzando toda clase de objetos contra la Policía que ha respondido con gases lacrimógenos, mientras un camión del Ejército escolta el cilindro”, decía uno los reporteros de radio.
El presidente de la República, Oscar Berger, había dicho esa misma mañana: “El cilindro pasa o pasa, hoy a como dé lugar”.
Habíamos preguntado varias veces si cubríamos el suceso, pero nos habían dicho que lo iba a hacer el corresponsal. Pero debido a que se había convertido en un enfrentamiento con la Policía, nos autorizaron subir.
Lo que más temía era no llegar a tiempo, de no lograr las fotos del bochinche, y responsabilizaba a mis jefes de no haberme permitido iniciar el viaje desde temprano.
Aun no recuerdo si me hice dos horas para llegar o menos, pero me detuve justamente en el kilómetro 120, en el mirador Las Nubes, porque allí habían varios efectivos de la Policía Nacional Civil y del Ejército, con equipo antidisturbios, apostados, esperando a recibir ordenes para avanzar. El cilindro hacía varios minutos que había seguido su camino.
Antes de llegar al mirador, pasamos por varias aldeas que parecían zonas de guerra devastadas. Incluso pasábamos algunos obstáculos y me sorprendí al ver que una ambulancia de la Cruz Roja estaba con las llantas desinfladas. Insisto, parecía zona de guerra.
En el mirador las Nubes, colegas de otros medios conversaban y contaban chistes para disipar la tensión. Me acerqué a saludarlos y a preguntarles como estaba la situación, y dónde estaba el cilindro. Unos me dijeron que ya iba adelante, pero que no podían pasar porque, a cada intento, les disparaban desde la montaña y estaban colocadas barricadas, como un campo de batalla.
Habrían pasado unos 10 minutos desde que llegué, posiblemente eran las 10.30 horas, cuando vi que un pelotón del Ejército se colocó en la carretera con la intención de avanzar. Me acerqué y un coronel -lo supe por sus tres estrellas bordadas en cada hombro- con uniforme camuflado me dijo directamente: “Nosotros vamos a avanzar, si ustedes se animan, nos pueden acompañar”.
Respondí: “Por supuesto, nosotros lo seguimos”.
Empezamos a caminar tras de ellos y empezó el lanzamiento de piedras y la respuesta del gas lacrimógeno. Sin embargo, hicieron retroceder a los inconformes, que llevaban camisas sobre la cara simulando capuchas.
Atrás del pelotón antidisturbios, empezó a avanzar un camión del Ejército que en la parte de atrás llevaba dos francotiradores, listos para abrir fuego con sólo recibir la orden de un teniente que se encontraba abordo. En eso me recordé que no podía dejar el carro en el mirador, pues corría el riesgo de que lo quemaran.
Decidí ir a traerlo y arriesgarme a pasarlo con el contingente. Total, dejarlo era riesgoso, aunque varios compañeros dejaron los vehículos de sus empresas en ese lugar, a expensas de que los destruyeran.
Empecé a avanzar con el carro, pegado al camión militar, mientras que Mynor caminaba con el pelotón que lanzaba gas lacrimógeno. Atrás de mí estaba el carro de Nuestro Diario, al cual le destruyeron un vidrio de una pedrada y una perforación de bala en el lado derecho. Los inconformes se ocultaban entre la maleza para lanzar piedras, hacer disparos incluso con fusiles de asalto con el objetivo de impedir que el escuadrón caminara para dar más protección el cilindro que avanzaba inexorablemente. Por el peso se desplazaba despacio, pero seguía su ruta.
Cuando llegamos a Los Encuentros, para seguir la ruta a Cuatro Caminos, vimos que allí ya se había producido una gran batalla. Había refrigeradores quemados, tirados en medio de la calle, un pequeño camión incendiado. Basura esparcida, los negocios cerrados y a lo lejos se escuchaba el ruido de las detonaciones de armas de fuego.
Finalmente alcanzamos al cilindro, y entonces pudimos ver lo que sucedía alrededor del cilindro. Técnicos electricistas quitaban el alambrado público para permitir el paso del pesado metal, y cuando pasaba en su totalidad, de inmediato volvían a hacer las conexiones. Los electricistas eran resguardados por militares y agentes de las Fuerzas Especiales Policiales, pues los inconformes trataban de bajarlos de los postes lanzando objetos o disparando. Una vez pasado el poblado, siguió la batalla. Un grupo de soldados fue enviado hacia una loma.
Se abrieron en abanico apuntando con sus fusiles galil. Tenían órdenes de disparar si era necesario. Se internaron en el pequeño cerro y cuando no los pude ver, se escucharon las ráfagas. Los dos francotiradores que estaban en el camión se ponían tan nerviosos que por momentos intentaron disparar, aunque no sabían a quien. Lo que hice fue pegarme lo más que pude al camión para evitar que una bala o una piedra dañara el vehículo. Lo que tenía que evitar era que un balazo penetrara el motor, pues allí se acabaría la comodidad y sin remedio tenía que dejarlo para que terminaran de destruirlo. El otro temor que tenía era que lanzaran algún artefacto explosivo.
Seguimos avanzando, no me percaté de la hora. Desde lo alto de un cerro, los manifestantes, conocedores del terreno, y en algunos casos muchos de ellos ex guerrilleros, lanzaron bombas pirotécnicas de gran potencia contra los agentes, y algunos resultaron lesionados. La Policía respondió con sus fusiles, sin pensar a quien podían herir. Incluso, un campesino murió al ser alcanzado por una bala, sin que nadie se hiciera responsable del crimen.
En el camino, los manifestantes tomaron por asalto un furgón de gaseosas, el cual incendiaron. Estaban tiradas cajas con envases y esparcidos vidrios de botellas quebradas en la carretera. El pesado trailer que llevaba el cilindro estaba adaptado para remover lo que fuera en la carretera para continuar su camino. Hizo a un lado el furgón y varios agentes que caminaban junto al automotor, con sus armas y equipo para lanzar bombas lacrimógenas, aprovecharon para tomarse una gaseosa y guardar para el camino. Decían que si se les agotaban las provisiones del vital líquido, al menos llevaban las gaseosas.
El convoy, seguido de unos 700 agentes de la Policía y unos 100 efectivos del Ejército, continuaba su paso sin saber que les esperaba en el camino. En otras poblaciones se produjeron más enfrentamientos. Esta vez más fuertes. Aún recuerdo que justamente cuando timbró mi celular, un agente se lanzó al suelo y soltó la ráfaga de su fusil AK-47. Contesté apresurado y supe que era un camarógrafo del noticiero Guatevisión, que deseaba saber cuán difícil estaba la situación. Le respondí que estaba en medio de una balacera y que me hablara después. Mientras decía esto, le puse freno de mano al carro, lo dejé encendido, abrí la puerta y me lancé al suelo. Logré ver que otros de mis compañeros estaban en la orilla de la carretera tirados, para evitar ser alcanzados por una bala.
En esta otra población, ubicada en el kilómetro 130.5, los manifestantes habían atravesado e incendiado un furgón cargado de cerveza. Eran las 13.45 horas. La carretera se llenó de humo de gas lacrimógeno que imposibilitaba la visibilidad y la respiración y se escuchaban detonaciones por todos lados, era para crisparse los nervios.
Los campesinos estaban atrincherados como si fuera una batalla durante el conflicto armado y su artillería era desde piedras lanzadas con ondas, hasta disparos con fusil y escopeta. De hecho, oficiales de alto rango del Ejército hicieron ver que parecía una táctica logística guerrillera, pues los que impedían el paso del enorme y pesado cilindro estaban colocados en áreas estratégicas para no dejarse ver. Luego de librar esta batalla, el siguiente paso fue que el enorme furgón tuvo que remover enormes rocas o quitar pesados troncos de árboles.
Dos kilómetros después había un bus urbano quemado. En la aldea Xajuyá, de Sololá, miembros de la Procuraduría de Derechos Humanos pusieron en resguardo a por lo menos 80 pasajeros de buses extraurbanos que se dirigían de Quetzaltenango a la ciudad capital. Marina Reyna, una de las pasajeras, indicó que no habían comido ni tomado agua, y las mujeres y los niños que viajaban en los buses estaban temerosos que los agarraran de rehenes. Dijeron que los líderes del movimiento les habían impedido a los pobladores que les vendieran agua y comida.
A través de las radios locales se escuchó a la alcaldesa Dominga Vásquez decir que no era la responsable de haber organizado a los campesinos para que colocaran barricadas e impidieran el paso del cilindro.
Las horas fueron pasando y la tarde poco a poco se extinguía. El último tramo fue el más peligroso y quizá el más agitado, con el furgón a 20 kilómetros por hora y con la complicidad de la noche, los campesinos volvieron atacar el convoy que resguardaba el cilindro.
Antes de pasar el puente Argueta, había un enorme agujero hecho posiblemente con alguna carga explosiva, y los trabajadores de la empresa propietaria del cilindro tuvieron que rellenarlo para que continuara el camino.
En medio de la oscuridad se escuchaban las ensordecedoras detonaciones de las vocachas para lanzar gas lacrimógeno de la Policía y las ráfagas de armas de fuego de diferente calibre. La Policía respondió lanzando gas lacrimógeno y por supuesto con disparos. Los residuos del gas lacrimógeno provocó que se incendiara la maleza en las montañas y eso sirvió para tener visibilidad, ya que los agentes al mando pidieron que todos los vehículos apagaran las luces para que no sirvieran de blanco para los atacantes. Incluso varios agente antidisturbios se pegaron al vehículo que conducía y me advirtieron que el carro les serviría de protección si los atacaban. "Le vamos a dar tiempo para que salga y se cubra", dijo un oficial.
Los agentes cansados se turnaban para sentarse en los pick ups o en la plataforma del furgón o dentro del enorme cilindro. La travesía continuaba. Finalmente, cuando estaban por acercarse a cuatro caminos, a eso de las 19 horas, los reporteros que cubrimos estos sucesos abandonamos el convoy para adelantarnos y bajar a Quetzaltenango, para enviar nuestra información. No hubo más peligro, ya nadie más atacó en el trayecto el cilindro, ni trató de impedir su paso.
El resultado fue la muerte de un campesino y 12 agentes lesionados, pero el pesado metal llegó a su destino al siguiente día.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Dramático rescate



La tarde de aquel viernes estaba lejos de imaginar que en poco tiempo iba a vivir una de las experiencias más difíciles de mi vida. Sentado en la comodidad de un sanitario, en la redacción de Prensa Libre, no tenía idea de que durante 12 horas iba a estar sometido a una larga jornada para subir y bajar una extensa zona montañosa, con lodo hasta la cabeza y sin nada que comer para poder cubrir un hecho noticioso de fuerte impacto nacional.
Todo comenzó con una llamada telefónica la tarde de aquel 27 de junio de 2008. Luis Marroquín, hermano del director de este diario, Gonzalo Marroquín, le pidió a la recepcionista que hiciera una conferencia con mi celular porque, debido a que yo estaba en esos menesteres privados, y además porque ya estaba por salir del diario. Cuando ella hizo el enlace, Luis ya había cortado. Pensé que si era urgente volvería a llamarme. En efecto, minutos después recibí su telefonema y esta vez si pudimos entablar conversación. Me preguntó si sabía del accidente aéreo del Ministro de Gobernación.
Le respondí que no, pero le dije que de inmediato lo consultaría con los bomberos o algunas fuentes de información, y en cuanto tuviera noticia, le llamaría. Hice un par de llamadas y me confirmaron la noticia, con el agregado de que era un helicóptero en el que viajaban el Ministro de Gobernación, doctor Carlos Vinicio Gómez, y su viceministro, Edgar Hernández Umaña. Los dos, así como el piloto de la aeronave y un aerotécnico, habían muerto en el percance.
En el momento que pregunté, decían que el director de la Policía, Isabel Mendoza, estaba abordo, pero la información fue desmentida poco después y resultó que era el piloto y el copiloto de la aeronave las otras dos víctimas mortales.
Llamé al diario, pero me indicaron que ya estaban tras la noticia. Entonces salí del periódico sin preocuparme. Cuando conducía mi carro para asistir a una reunión, me llamaron de Prensa Libre, para indicarme que Chofo (Rodolfo López, editor de cierre), deseaba hablarme. Me dijo sobre el accidente y me indicó que el fotógorafo Daniel Herrera iba a cubrir el accidente, pero no había ningún redactor que lo acompañara.
Se apunta?-, me preguntó.
En segundos dudé, pues sabía que era un largo viaje, pero no me negué.
Le respondí que estaba bien.
Me dirigí a la casa de mi mamá a traer mi maletín con ropa, tomé un estuche que recién nos habían regalado para el día del padre que contenía navaja y linterna, y me dije: “Esto me puede servir”.
Iniciamos el viaje en una camioneta agrícola, y el conductor era Carlos Contreras. Daniel, el fotógrafo, es corpulento, de 47 años, de 1.75 metros.
Nos dijeron que el accidente había sido en el caserío El Pacayal, jurisdicción de Purulhá, Baja Verapaz. Lejos estábamos de pensar que nos esperaba una tormentosa travesía y, por consiguiente, un enorme reto que después se convirtió en la comidilla para la memoria de los periodistas que desean contar sus hazañas, aventuras y experiencias.
En el camino pedí que me hicieran un enlace con el corresponsal Carlos Grave, originario de Rabinal, quien me indicó que debíamos buscar la aldea Peña del Ángel, y de allí caminar. Ni él se imaginaba cuan largo era el trayecto y la dificultad para llegar hasta donde ocurrió el percance.
También me recomendó que en el kilómetro 150 de la ruta a las Verapaces había otra forma de llegar al lugar del accidente.
Llegamos al kilómetro 150 a eso de las 00:20 horas del sábado. Nos encontramos con Alex Maldonado, reportero de Nuestro Diario, con quienes decidimos entrar por la aldea Peña del Ángel.

Ruta imposible

En el camino a la referida aldea, encontramos al director adjunto de la Policía Nacional Civil, Henry López. El comisario iba acompañado del alcalde de Purulhá, quien nos advirtió que era imposible llegar por esa ruta, pues había muchos derrumbes. El comisario nos dijo a Daniel y a mí que un helicóptero llegaría por la mañana a rescatar los cuerpos cadáveres y que nos llevarían a un campo en el kilómetro 150, entrada a la finca La Divina Providencia, donde podíamos hacer fotografías de las víctimas.
Con Alex Maldonado acordamos que lo mejor era buscar otra entrada, pues nada nos aseguraba que llevarían los cuerpos simplemente a qué los fotografiáramos. Nos dirigimos a esa finca en el kilómetro 150, donde nadie nos daba razón por dónde ingresar, por lo cual después de un par de telefonemas decidimos entrar. Les dije: “Entremos a esta finca y alguien nos tiene que decir qué hacer”. Para entonces se nos unieron otros reporteros, como los del noticiero de televisión de Latitud.
Todos los periodistas llegamos hasta el campo de futbol de la finca. Ya se nos había unido un reportero de Telediario, a quien apodamos el Metido, que llevaba su perro, así como un corresponsal de la agencia Reuter.
En el campo lleno de lodo estaban parqueados los vehículos del Ministerio Público, unidades de los Bomberos Voluntarios y Municipales, y de la Policía Nacional Civil. Encontramos a dos Bomberos Voluntarios que cuidaban las ambulancias, y les preguntamos cuál era el camino para llegar hasta donde cayó el helicóptero, y cuánto había que recorrer.
Aurelio, uno de los bomberos, nos advirtió que debíamos caminar cuatro horas como mínimo, y el camino era de difícil acceso.
Con sentimiento de aguerridos, todos decidimos caminar hasta el lugar. Le pedimos que nos sirviera de guía, pero Aurelio dijo que consultaría con su jefe para que le autorizara. Le habló por radio y le permitió que nos guiara.
“Bueno, dijo, pero les advierto que el camino está duro”.
Respondimos que no había problema, que estábamos decididos.
Era la una de la madrugada cuando empezamos a caminar. Me había puesto mi chaleco, metí mi libreta de apuntes, me puse mi chumpa impermeable, mi capa, la linterna, la navaja y mi gorra. Los demás tomaron sus cosas para empezar la caminata. También inició la caminata nuestro piloto, Carlos Contreras.
Desde ese momento bajamos una escabrosa vereda escabrosa, llena de lodo al punto que hasta los pies se nos hundían por lo menos 20 centímetros. Fueron pocos los que se salvaron de un buen somatón y lo único que nos alumbraban eran las linternas. Cuando habíamos caminado media hora encontramos a un grupo de campesinos.
Les preguntamos cuán lejos estaba el sitio del accidente y nos dijeron que nos faltaban cuatro horas para llegar.
De verdad preferimos ignorar la advertencia, quizá para no desmayar, pues el sentido de la aventura y el orgullo de llegar, así como la obligación que teníamos como reporteros de cubrir la información a como diera lugar, era lo que estaba grabado en nuestra mente. Además, teníamos la misión de llegar.
Al principio, el grupo se mantuvo unido, pues consideramos que podíamos perdernos. Minutos después, ya que no se pueden contabilizar los kilómetros en medio de la oscuridad en un trayecto tan difícil y sinuoso, donde sólo se siente el olor a lodo, monte verde y el ruido de los animales nocturnos, nos encontramos a un grupo de bomberos de la Cruz Roja Guatemalteca y campesinos. Estos nos volvieron a decir que era un trayecto largo, pero que más adelante venían fiscales del Ministerio Público y había un chorrito donde podíamos tomar agua, si lo necesitábamos.
El chorrito lo vimos una hora después. No quise beber agua, pues me sentía con suficiente fuerza. Además, pensé que si llenaba el estómago de agua, me impediría caminar con ligereza.
Con lo que no contaba era que Daniel empezaría a debilitarse. Sin embargo, seguimos caminando.
Nos alcanzó una escuadrilla de kaibiles del Ejército. Sentí alivio verlos, posiblemente mis compañeros también, pues eso nos permitía una caminata más segura. Pero lo único que conseguimos fue que se separara al grupo. El piloto del diario me dijo: “Mi comi (Me apodan comisario desde que cubro la nota roja), yo aquí me quedo”.
-No, le dije. Agarrá aire y seguimos. Te voy a esperar, porque yo no dejo a ningún compañero tirado.
-No se preocupe, usted siga, respondió.
En eso bajaron un grupo de campesinos con fiscales del Ministerio Público, y el piloto aprovechó para regresarse con ellos.

Puro coraje

Seguimos adelante. Media hora después, encontramos al corresponsal, Carlos Grave, sudado, lleno de barro en la cara y con un palo que le servía de sostén. No llevaba linterna y caminaba entre la oscuridad, lo cual le había provocado varias caídas y una lesión en la pierna.
Me advirtió que estaba lejísimos el lugar. Todavía le dije que mi esperanza era él, si nosotros no alcanzábamos a llegar. Pues bien, él se regresó con el grupo de fiscales.
Seguimos adelante, y dimos unos pasos. Daniel me dijo que descansáramos. Para entonces nos acompañaban los dos bomberos que nos servían de guía. Daniel se sentó en una piedra llena de lodo, cuando en eso aparecieron otros fiscales, entre los que iban dos mujeres. Daniel le dijo a una de ellas: “La admiro, fijese… La admiro…”. Pero su voz reflejaba desconsuelo, cansancio y quizá esperando a que ocurriera un milagro. Pero este nunca llegó y teníamos que seguir. Descansó un poco, pues se quejaba de un intenso dolor en el tobillo, pero aún así seguimos caminando. Fue cuando encontramos un puente de hamaca, el cual pasamos de dos en dos, y seguimos caminando.
Empezamos a subir otra vereda con más lodo y corría agua por todos lados. Muchos nos resbalamos. Debo decir que me caí por lo menos cuatro veces en esa ruta, sino es que más. A Dios gracias no sufrí lesiones. Cada paso que daba, sentía que el camino se nos ponía más difícil, como si quisiera evitar que lográramos nuestro objetivo.
Daniel volvió a pedir que descansáramos. El reportero de Telediario, el Metido, también lo hizo, al igual que los dos bomberos. Los socorristas llevaban sus linternas, las cuales fueron disminuyendo su luz cuando las baterías perdieron su potencia.
Para animar a Daniel le dije: “Démosle tranquilos, de llegar tenemos. Ojalá que cuando lleguemos, nos dé tiempo a ver los helicópteros de rescate y quizá alguien nos saqué de aquél lugar. Sigamos, Dios nos va acompañar para seguir y llegar”.
-Ojalá, dijo Daniel, con esperanza.
Mientras caminaba, sentía que mi cuerpo respondía sin sofocarme. Me encomendé a Dios y a la Virgen para que me dieran fuerza, valor y coraje para no desmayar. Estaba cansado por el desvelo, por la caminata y con los pies mojados y enlodados, pero tenía energía.
En el trayecto me senté un par de veces, me quedaba parado para que las piernas no se acomodaran. Después de un breve descanso, les decía que echáramos otro tramo, a lo cual accedían. Para entonces, tres agentes de la Policía Nacional Civil iban con nosotros y se arrepentían de haber tenido que buscar el lugar del accidente.
El último gran cerro que nos faltaba para empezar a descender y tener mejor acceso para llegar al lugar del accidente, era una imponente montaña, que parecía observarnos molesta de como vulnerábamos su camino y quizá trataba silenciosamente la manera de evitar que siguiéramos adentrándonos.
Como a las tres de la madrugada, los bomberos se quedaron sin luz y lo único que nos alumbraba era una tímida luna y mi linterna, cuya batería cada vez se debilitaba. Lo que empezamos a ver eran las huellas de las botas y las pisadas del perro. Al verlas, sabíamos que ese camino debíamos seguir. Los compañeros que iban adelante habían cortado ramas para cerrarnos los caminos que no teníamos que tomar. Al final, después de varios minutos, si no es que horas, vimos un último tramo del enorme cerro. Un claro de luz, tenue por la hora que era (4 de la madrugada), nos dio un aliento de esperanza.
Empezamos a descender, pero ahora el barro se volvía traicionero. Las caídas fueron más frecuentes. En medio de la oscuridad logramos ver la luces de las linternas del otro grupo, que alcanzó a decirnos que debíamos atravesar un río a la par de unos ranchos. Me consolé al ver al grupo que iba adelante, pues nos dio indicios de que no estábamos perdidos.
Llegamos al río, el cual atravesamos. Tomé agua, pues los bomberos me juraron que era limpia y bastante pura. “Agua de montaña”, dijo un bombero. Además, con el cansancio y la sed, no me iba a poner a ver si estaba limpia o no. Pues bien, tomé un poco de agua para rehidratar el organismo, aunque volví a recordar que no era bueno llenar el estómago de tanta agua, pues nos faltaba mucho por caminar.
Descansamos un poco y seguimos adelante. Empezamos a divisar el amanecer. Eran las 5.30 horas cuando vi mi reloj. Seguimos camino hacia arriba otra vez. Hicimos varios descansos, las caídas siguieron para mí, para los bomberos y para los agentes de la Policía que nos acompañaban. Por momentos pensaba en “Quiero”, una canción de Ricardo Arjona. Se me metió al subconsciente al extremo que ya me llevaba hastiado, pero reconozco que me ayudaba a olvidar el cansancio. Por momentos también recé para llegar sin novedad.
También me recordé de mi difunto padre y aunque sentí tristeza, hubo momentos en que creo hablamos. También recordé a mis hijos, y me dije, ellos están bien, sólo que ignoran donde se encuentra en este momento su papá. Los alejé de mi mente, porque me ponía ansioso. Decidí entonces pensar que la vida es bella y que lo que estaba pasando era una enorme prueba.
Seguí caminando. Sabía que llegar a donde ocurrió el accidente era un sacrificio, pero que me llenaría de satisfacción comprobarme a mí mismo que puedo hacer muchas cosas y que superar esa prueba era tener fe. Finalmente amaneció, fue cuando pude apreciar el enorme cerro que había dejado atrás, la hermosa vegetación, y los ranchos. A lo lejos se divisaba el lugar donde estaba el helicóptero accidentado.
Entramos a los ranchos donde estaban los kaibiles, los bomberos rescatistas y el grupo de periodistas que se nos habían adelantado. Eran las 6:30 horas. Era un éxito.

Tiempo nublado

Pero no todo era alegría, estaba nublado y una densa neblina caía sobre los cerros donde debían ingresar los helicópteros de rescate. Estaba lloviznando, lo cual mataba nuestra esperanza de pensar en que nos sacarían en alguna aeronave.
En el rancho donde habían colocado los cuatro cadáveres vendían café y tortillas con arroz. Un arroz como si hubieran querido hacerlo atol de arroz con leche, pero sin ésta última. Lo primero que hice fue comerme dos tortillas con arroz, y tomé agua pura, pues la única bebida era café, el cual me hace daño. Sentí sabrosas las tortillas, pero no quise comer en exceso. Volví a pensar en el enorme trayecto que me esperaba. Sólo debía darle algo al estómago para que tuviera energía. Pues bien, me comí otra tortilla y una galleta dulce. De todos modos no había otra cosa para comer.
Me senté en una banca de madera, de la cual procuré no moverme mientras iniciábamos la travesía de regreso. Ya sabíamos que los bomberos y el Ejército a puro hombro llevarían los cuerpos hasta donde estaban los vehículos en la finca La Divina Providencia, pues el mal tiempo impedía que ingresaran helicópteros de rescate.
Me levanté de la banca unos minutos mientras tomaba nota en mi libreta, la cual tuve que tirar después en Purulhá, porque estaba toda enlodada, pero me sirvió para tener detalles para enviar mi nota al diario por correo electrónico.
Después me atrincheré -literalmente- en la banca, me dormí unos diez minutos y después, cuando desperté, sentí como el desvelo y el cansancio hacían estragos en mí. Recuerdo que cuando tomé la tortilla que me comí, sentía que mis manos temblaban. No era para menos, pues en muchas ocasiones tuve que meter las manos para no dañarme la cara cuando caminábamos por la montaña. Ellas sostuvieron con fuerzas pedazos de ramas que me sirvieron para reducir el impacto de los resbalones y muchas de ellas se quebraron entre mis dedos que también tuvieron que soportar el peso de mi cuerpo.
Sentí como mi pulso y los latidos de mi corazón regresaban a su ritmo normal mientras me tranquilizaba. Escuché a los bomberos decir que iban a marcar un improvisado helipuerto, arriba de los ranchos donde tenían los cadáveres. Después supe que ya no entraría ninguna aeronave, y que se llevarían los cuerpos a pie. Un oficial de los Bomberos Voluntarios mandó a formar a los socorristas uniformados, en el que se incluyeron cuatro de los Bomberos Municipales y se pusieron de acuerdo para iniciar la dramática caminata para llevar los cuerpos hasta el campo de futbol. En ese lugar estaban los vehículos y los helicópteros que finalmente llevaron los restos de los funcionarios, el piloto y un aerotécnico hasta la ciudad capital.
“No vamos a ir rápido, tranquilos, porque corremos riesgo. El que se sienta mal físicamente, que hable, porque no se trata de que alguien salga lastimado”, dijo el oficial al mando.
Retiraron a tres bomberos que sintieron que sus fuerzas no daban para cargar los pesados cuerpos, que para entonces llevaban 18 horas en el lugar. También pidieron apoyo al Ejército y la escuadrilla de kaibiles pidió colocar los cadáveres en estacas para que poder caminar. “Nosotros iniciaremos la caminata”, dijo un sargento, cuyo nombre ignoro, porque no llevaba gafete.
Colocaron los cuerpos como ellos decían y empezaron la larga travesía por el tortuoso camino, bajo una intensa lluvia que no dio tregua hasta que llegamos al campo de futbol.
Con mis colegas del noticiero Latitud, Selvin y Hugo Beteta, su camarógrafo, decidimos adelantarnos para salir lo más pronto posible de ese olvidado caserío.
Volvieron las caídas. Hubo momentos en los que me quedé sólo en el camino, pues Selvin y Hugo avanzaron más que yo, mientras que el grupo que venía con los cadáveres venía por lo menos 20 minutos atrás.
En los ratos que estuve sólo frente a ese norme cerro y vegetación, más la intensa lluvia, sentí la presencia de Dios para tener fuerzas para seguir adelante. Cuando me reuní con Selvin y Hugo, se reían al verme caer. De vez en cuando buscábamos darnos ánimo con la esperanza de que ya faltaba poco para dejar esos enormes cerros.
“A mi lo que me dio es hambre”, dijo Selvin.
Después de tanto caminar en medio de áreas fangosas, Hugo repitió lo mismo. A mí el cansancio no me daba tregua para sentir hambre.
Nuestro único deseo era caminar rápido para no tener que hacer las cinco horas que nos había tocado de ida. Sin embargo, el tiempo se pasó de forma inexorable y no pudimos batir ningún nuevo récord.
Yo ví mi reloj al partir del lugar donde sacaron los cadáveres. Eran las 7.50 horas exactamente.

El último tramo

Cuando llegué al campo de futbol, eran las 13.15 horas. Me salió al encuentro Carlos Grave, el corresponsal, y no niego que fue una alegría verlo. Lo primero que hice fue pedirle agua, pero en eso me habló una mujer con traje típico que me sugirió una taza de café. Me recordé que el café me hace daño, pero era tanta mi sed que lo acepté.
Sin embargo, el impacto de ese trago de café lo sentí hasta las 17 horas cuando fuimos a almorzar. Al tomar un trago de cerveza que me dieron sentí un dolor en la garganta. Grave me explicó que ese dolor era porque por la sed me tomé el café caliente casi sentir y hasta después aparecieron las secuelas en mi boca.
Todavía recuerdo que con las manos enlodadas agarré la comida como si fuera un pirata recién llegado a un muelle después de varios días sin comer.
Era tanta el hambre que me comporté como un cavernícola que si alguien hubiera intentado quitarme la comida posiblemente lo hubiera golpeado por defenderla.
Después de saciar el hambre aún nos quedaba el tramo más duro en la última vereda. Sinuosa, elevada y empedrada, parecía que ahora quería impedir que llegáramos a la superficie. Un agente de la Policía me había regalado una botellita de agua pura. Yo había llenado una pachita cuando pasamos por el río, pero ya tenía muy poco y la que me regaló el agente fue como un auxilio.
Sentí eterna esa vereda, interminable. Algunos me decían que me faltaban diez minutos, otros 40 minutos, otros una hora. De todas maneras, era un desconsuelo ver que el camino no se terminaba.
La vegetación es preciosa en ese lugar. Es un paraíso, un lugar apartado en este país convulsionado. Pese a que nos hizo sufrir, ahora puedo relatar con satisfacción esta historia. Hoy me siento orgulloso de la odisea. Puedo contarla con satisfacción y reírme un poco de los ratos difíciles. Pero lo mejor de todo es poder decir… lo logramos.