viernes, 12 de septiembre de 2008

Dramático rescate



La tarde de aquel viernes estaba lejos de imaginar que en poco tiempo iba a vivir una de las experiencias más difíciles de mi vida. Sentado en la comodidad de un sanitario, en la redacción de Prensa Libre, no tenía idea de que durante 12 horas iba a estar sometido a una larga jornada para subir y bajar una extensa zona montañosa, con lodo hasta la cabeza y sin nada que comer para poder cubrir un hecho noticioso de fuerte impacto nacional.
Todo comenzó con una llamada telefónica la tarde de aquel 27 de junio de 2008. Luis Marroquín, hermano del director de este diario, Gonzalo Marroquín, le pidió a la recepcionista que hiciera una conferencia con mi celular porque, debido a que yo estaba en esos menesteres privados, y además porque ya estaba por salir del diario. Cuando ella hizo el enlace, Luis ya había cortado. Pensé que si era urgente volvería a llamarme. En efecto, minutos después recibí su telefonema y esta vez si pudimos entablar conversación. Me preguntó si sabía del accidente aéreo del Ministro de Gobernación.
Le respondí que no, pero le dije que de inmediato lo consultaría con los bomberos o algunas fuentes de información, y en cuanto tuviera noticia, le llamaría. Hice un par de llamadas y me confirmaron la noticia, con el agregado de que era un helicóptero en el que viajaban el Ministro de Gobernación, doctor Carlos Vinicio Gómez, y su viceministro, Edgar Hernández Umaña. Los dos, así como el piloto de la aeronave y un aerotécnico, habían muerto en el percance.
En el momento que pregunté, decían que el director de la Policía, Isabel Mendoza, estaba abordo, pero la información fue desmentida poco después y resultó que era el piloto y el copiloto de la aeronave las otras dos víctimas mortales.
Llamé al diario, pero me indicaron que ya estaban tras la noticia. Entonces salí del periódico sin preocuparme. Cuando conducía mi carro para asistir a una reunión, me llamaron de Prensa Libre, para indicarme que Chofo (Rodolfo López, editor de cierre), deseaba hablarme. Me dijo sobre el accidente y me indicó que el fotógorafo Daniel Herrera iba a cubrir el accidente, pero no había ningún redactor que lo acompañara.
Se apunta?-, me preguntó.
En segundos dudé, pues sabía que era un largo viaje, pero no me negué.
Le respondí que estaba bien.
Me dirigí a la casa de mi mamá a traer mi maletín con ropa, tomé un estuche que recién nos habían regalado para el día del padre que contenía navaja y linterna, y me dije: “Esto me puede servir”.
Iniciamos el viaje en una camioneta agrícola, y el conductor era Carlos Contreras. Daniel, el fotógrafo, es corpulento, de 47 años, de 1.75 metros.
Nos dijeron que el accidente había sido en el caserío El Pacayal, jurisdicción de Purulhá, Baja Verapaz. Lejos estábamos de pensar que nos esperaba una tormentosa travesía y, por consiguiente, un enorme reto que después se convirtió en la comidilla para la memoria de los periodistas que desean contar sus hazañas, aventuras y experiencias.
En el camino pedí que me hicieran un enlace con el corresponsal Carlos Grave, originario de Rabinal, quien me indicó que debíamos buscar la aldea Peña del Ángel, y de allí caminar. Ni él se imaginaba cuan largo era el trayecto y la dificultad para llegar hasta donde ocurrió el percance.
También me recomendó que en el kilómetro 150 de la ruta a las Verapaces había otra forma de llegar al lugar del accidente.
Llegamos al kilómetro 150 a eso de las 00:20 horas del sábado. Nos encontramos con Alex Maldonado, reportero de Nuestro Diario, con quienes decidimos entrar por la aldea Peña del Ángel.

Ruta imposible

En el camino a la referida aldea, encontramos al director adjunto de la Policía Nacional Civil, Henry López. El comisario iba acompañado del alcalde de Purulhá, quien nos advirtió que era imposible llegar por esa ruta, pues había muchos derrumbes. El comisario nos dijo a Daniel y a mí que un helicóptero llegaría por la mañana a rescatar los cuerpos cadáveres y que nos llevarían a un campo en el kilómetro 150, entrada a la finca La Divina Providencia, donde podíamos hacer fotografías de las víctimas.
Con Alex Maldonado acordamos que lo mejor era buscar otra entrada, pues nada nos aseguraba que llevarían los cuerpos simplemente a qué los fotografiáramos. Nos dirigimos a esa finca en el kilómetro 150, donde nadie nos daba razón por dónde ingresar, por lo cual después de un par de telefonemas decidimos entrar. Les dije: “Entremos a esta finca y alguien nos tiene que decir qué hacer”. Para entonces se nos unieron otros reporteros, como los del noticiero de televisión de Latitud.
Todos los periodistas llegamos hasta el campo de futbol de la finca. Ya se nos había unido un reportero de Telediario, a quien apodamos el Metido, que llevaba su perro, así como un corresponsal de la agencia Reuter.
En el campo lleno de lodo estaban parqueados los vehículos del Ministerio Público, unidades de los Bomberos Voluntarios y Municipales, y de la Policía Nacional Civil. Encontramos a dos Bomberos Voluntarios que cuidaban las ambulancias, y les preguntamos cuál era el camino para llegar hasta donde cayó el helicóptero, y cuánto había que recorrer.
Aurelio, uno de los bomberos, nos advirtió que debíamos caminar cuatro horas como mínimo, y el camino era de difícil acceso.
Con sentimiento de aguerridos, todos decidimos caminar hasta el lugar. Le pedimos que nos sirviera de guía, pero Aurelio dijo que consultaría con su jefe para que le autorizara. Le habló por radio y le permitió que nos guiara.
“Bueno, dijo, pero les advierto que el camino está duro”.
Respondimos que no había problema, que estábamos decididos.
Era la una de la madrugada cuando empezamos a caminar. Me había puesto mi chaleco, metí mi libreta de apuntes, me puse mi chumpa impermeable, mi capa, la linterna, la navaja y mi gorra. Los demás tomaron sus cosas para empezar la caminata. También inició la caminata nuestro piloto, Carlos Contreras.
Desde ese momento bajamos una escabrosa vereda escabrosa, llena de lodo al punto que hasta los pies se nos hundían por lo menos 20 centímetros. Fueron pocos los que se salvaron de un buen somatón y lo único que nos alumbraban eran las linternas. Cuando habíamos caminado media hora encontramos a un grupo de campesinos.
Les preguntamos cuán lejos estaba el sitio del accidente y nos dijeron que nos faltaban cuatro horas para llegar.
De verdad preferimos ignorar la advertencia, quizá para no desmayar, pues el sentido de la aventura y el orgullo de llegar, así como la obligación que teníamos como reporteros de cubrir la información a como diera lugar, era lo que estaba grabado en nuestra mente. Además, teníamos la misión de llegar.
Al principio, el grupo se mantuvo unido, pues consideramos que podíamos perdernos. Minutos después, ya que no se pueden contabilizar los kilómetros en medio de la oscuridad en un trayecto tan difícil y sinuoso, donde sólo se siente el olor a lodo, monte verde y el ruido de los animales nocturnos, nos encontramos a un grupo de bomberos de la Cruz Roja Guatemalteca y campesinos. Estos nos volvieron a decir que era un trayecto largo, pero que más adelante venían fiscales del Ministerio Público y había un chorrito donde podíamos tomar agua, si lo necesitábamos.
El chorrito lo vimos una hora después. No quise beber agua, pues me sentía con suficiente fuerza. Además, pensé que si llenaba el estómago de agua, me impediría caminar con ligereza.
Con lo que no contaba era que Daniel empezaría a debilitarse. Sin embargo, seguimos caminando.
Nos alcanzó una escuadrilla de kaibiles del Ejército. Sentí alivio verlos, posiblemente mis compañeros también, pues eso nos permitía una caminata más segura. Pero lo único que conseguimos fue que se separara al grupo. El piloto del diario me dijo: “Mi comi (Me apodan comisario desde que cubro la nota roja), yo aquí me quedo”.
-No, le dije. Agarrá aire y seguimos. Te voy a esperar, porque yo no dejo a ningún compañero tirado.
-No se preocupe, usted siga, respondió.
En eso bajaron un grupo de campesinos con fiscales del Ministerio Público, y el piloto aprovechó para regresarse con ellos.

Puro coraje

Seguimos adelante. Media hora después, encontramos al corresponsal, Carlos Grave, sudado, lleno de barro en la cara y con un palo que le servía de sostén. No llevaba linterna y caminaba entre la oscuridad, lo cual le había provocado varias caídas y una lesión en la pierna.
Me advirtió que estaba lejísimos el lugar. Todavía le dije que mi esperanza era él, si nosotros no alcanzábamos a llegar. Pues bien, él se regresó con el grupo de fiscales.
Seguimos adelante, y dimos unos pasos. Daniel me dijo que descansáramos. Para entonces nos acompañaban los dos bomberos que nos servían de guía. Daniel se sentó en una piedra llena de lodo, cuando en eso aparecieron otros fiscales, entre los que iban dos mujeres. Daniel le dijo a una de ellas: “La admiro, fijese… La admiro…”. Pero su voz reflejaba desconsuelo, cansancio y quizá esperando a que ocurriera un milagro. Pero este nunca llegó y teníamos que seguir. Descansó un poco, pues se quejaba de un intenso dolor en el tobillo, pero aún así seguimos caminando. Fue cuando encontramos un puente de hamaca, el cual pasamos de dos en dos, y seguimos caminando.
Empezamos a subir otra vereda con más lodo y corría agua por todos lados. Muchos nos resbalamos. Debo decir que me caí por lo menos cuatro veces en esa ruta, sino es que más. A Dios gracias no sufrí lesiones. Cada paso que daba, sentía que el camino se nos ponía más difícil, como si quisiera evitar que lográramos nuestro objetivo.
Daniel volvió a pedir que descansáramos. El reportero de Telediario, el Metido, también lo hizo, al igual que los dos bomberos. Los socorristas llevaban sus linternas, las cuales fueron disminuyendo su luz cuando las baterías perdieron su potencia.
Para animar a Daniel le dije: “Démosle tranquilos, de llegar tenemos. Ojalá que cuando lleguemos, nos dé tiempo a ver los helicópteros de rescate y quizá alguien nos saqué de aquél lugar. Sigamos, Dios nos va acompañar para seguir y llegar”.
-Ojalá, dijo Daniel, con esperanza.
Mientras caminaba, sentía que mi cuerpo respondía sin sofocarme. Me encomendé a Dios y a la Virgen para que me dieran fuerza, valor y coraje para no desmayar. Estaba cansado por el desvelo, por la caminata y con los pies mojados y enlodados, pero tenía energía.
En el trayecto me senté un par de veces, me quedaba parado para que las piernas no se acomodaran. Después de un breve descanso, les decía que echáramos otro tramo, a lo cual accedían. Para entonces, tres agentes de la Policía Nacional Civil iban con nosotros y se arrepentían de haber tenido que buscar el lugar del accidente.
El último gran cerro que nos faltaba para empezar a descender y tener mejor acceso para llegar al lugar del accidente, era una imponente montaña, que parecía observarnos molesta de como vulnerábamos su camino y quizá trataba silenciosamente la manera de evitar que siguiéramos adentrándonos.
Como a las tres de la madrugada, los bomberos se quedaron sin luz y lo único que nos alumbraba era una tímida luna y mi linterna, cuya batería cada vez se debilitaba. Lo que empezamos a ver eran las huellas de las botas y las pisadas del perro. Al verlas, sabíamos que ese camino debíamos seguir. Los compañeros que iban adelante habían cortado ramas para cerrarnos los caminos que no teníamos que tomar. Al final, después de varios minutos, si no es que horas, vimos un último tramo del enorme cerro. Un claro de luz, tenue por la hora que era (4 de la madrugada), nos dio un aliento de esperanza.
Empezamos a descender, pero ahora el barro se volvía traicionero. Las caídas fueron más frecuentes. En medio de la oscuridad logramos ver la luces de las linternas del otro grupo, que alcanzó a decirnos que debíamos atravesar un río a la par de unos ranchos. Me consolé al ver al grupo que iba adelante, pues nos dio indicios de que no estábamos perdidos.
Llegamos al río, el cual atravesamos. Tomé agua, pues los bomberos me juraron que era limpia y bastante pura. “Agua de montaña”, dijo un bombero. Además, con el cansancio y la sed, no me iba a poner a ver si estaba limpia o no. Pues bien, tomé un poco de agua para rehidratar el organismo, aunque volví a recordar que no era bueno llenar el estómago de tanta agua, pues nos faltaba mucho por caminar.
Descansamos un poco y seguimos adelante. Empezamos a divisar el amanecer. Eran las 5.30 horas cuando vi mi reloj. Seguimos camino hacia arriba otra vez. Hicimos varios descansos, las caídas siguieron para mí, para los bomberos y para los agentes de la Policía que nos acompañaban. Por momentos pensaba en “Quiero”, una canción de Ricardo Arjona. Se me metió al subconsciente al extremo que ya me llevaba hastiado, pero reconozco que me ayudaba a olvidar el cansancio. Por momentos también recé para llegar sin novedad.
También me recordé de mi difunto padre y aunque sentí tristeza, hubo momentos en que creo hablamos. También recordé a mis hijos, y me dije, ellos están bien, sólo que ignoran donde se encuentra en este momento su papá. Los alejé de mi mente, porque me ponía ansioso. Decidí entonces pensar que la vida es bella y que lo que estaba pasando era una enorme prueba.
Seguí caminando. Sabía que llegar a donde ocurrió el accidente era un sacrificio, pero que me llenaría de satisfacción comprobarme a mí mismo que puedo hacer muchas cosas y que superar esa prueba era tener fe. Finalmente amaneció, fue cuando pude apreciar el enorme cerro que había dejado atrás, la hermosa vegetación, y los ranchos. A lo lejos se divisaba el lugar donde estaba el helicóptero accidentado.
Entramos a los ranchos donde estaban los kaibiles, los bomberos rescatistas y el grupo de periodistas que se nos habían adelantado. Eran las 6:30 horas. Era un éxito.

Tiempo nublado

Pero no todo era alegría, estaba nublado y una densa neblina caía sobre los cerros donde debían ingresar los helicópteros de rescate. Estaba lloviznando, lo cual mataba nuestra esperanza de pensar en que nos sacarían en alguna aeronave.
En el rancho donde habían colocado los cuatro cadáveres vendían café y tortillas con arroz. Un arroz como si hubieran querido hacerlo atol de arroz con leche, pero sin ésta última. Lo primero que hice fue comerme dos tortillas con arroz, y tomé agua pura, pues la única bebida era café, el cual me hace daño. Sentí sabrosas las tortillas, pero no quise comer en exceso. Volví a pensar en el enorme trayecto que me esperaba. Sólo debía darle algo al estómago para que tuviera energía. Pues bien, me comí otra tortilla y una galleta dulce. De todos modos no había otra cosa para comer.
Me senté en una banca de madera, de la cual procuré no moverme mientras iniciábamos la travesía de regreso. Ya sabíamos que los bomberos y el Ejército a puro hombro llevarían los cuerpos hasta donde estaban los vehículos en la finca La Divina Providencia, pues el mal tiempo impedía que ingresaran helicópteros de rescate.
Me levanté de la banca unos minutos mientras tomaba nota en mi libreta, la cual tuve que tirar después en Purulhá, porque estaba toda enlodada, pero me sirvió para tener detalles para enviar mi nota al diario por correo electrónico.
Después me atrincheré -literalmente- en la banca, me dormí unos diez minutos y después, cuando desperté, sentí como el desvelo y el cansancio hacían estragos en mí. Recuerdo que cuando tomé la tortilla que me comí, sentía que mis manos temblaban. No era para menos, pues en muchas ocasiones tuve que meter las manos para no dañarme la cara cuando caminábamos por la montaña. Ellas sostuvieron con fuerzas pedazos de ramas que me sirvieron para reducir el impacto de los resbalones y muchas de ellas se quebraron entre mis dedos que también tuvieron que soportar el peso de mi cuerpo.
Sentí como mi pulso y los latidos de mi corazón regresaban a su ritmo normal mientras me tranquilizaba. Escuché a los bomberos decir que iban a marcar un improvisado helipuerto, arriba de los ranchos donde tenían los cadáveres. Después supe que ya no entraría ninguna aeronave, y que se llevarían los cuerpos a pie. Un oficial de los Bomberos Voluntarios mandó a formar a los socorristas uniformados, en el que se incluyeron cuatro de los Bomberos Municipales y se pusieron de acuerdo para iniciar la dramática caminata para llevar los cuerpos hasta el campo de futbol. En ese lugar estaban los vehículos y los helicópteros que finalmente llevaron los restos de los funcionarios, el piloto y un aerotécnico hasta la ciudad capital.
“No vamos a ir rápido, tranquilos, porque corremos riesgo. El que se sienta mal físicamente, que hable, porque no se trata de que alguien salga lastimado”, dijo el oficial al mando.
Retiraron a tres bomberos que sintieron que sus fuerzas no daban para cargar los pesados cuerpos, que para entonces llevaban 18 horas en el lugar. También pidieron apoyo al Ejército y la escuadrilla de kaibiles pidió colocar los cadáveres en estacas para que poder caminar. “Nosotros iniciaremos la caminata”, dijo un sargento, cuyo nombre ignoro, porque no llevaba gafete.
Colocaron los cuerpos como ellos decían y empezaron la larga travesía por el tortuoso camino, bajo una intensa lluvia que no dio tregua hasta que llegamos al campo de futbol.
Con mis colegas del noticiero Latitud, Selvin y Hugo Beteta, su camarógrafo, decidimos adelantarnos para salir lo más pronto posible de ese olvidado caserío.
Volvieron las caídas. Hubo momentos en los que me quedé sólo en el camino, pues Selvin y Hugo avanzaron más que yo, mientras que el grupo que venía con los cadáveres venía por lo menos 20 minutos atrás.
En los ratos que estuve sólo frente a ese norme cerro y vegetación, más la intensa lluvia, sentí la presencia de Dios para tener fuerzas para seguir adelante. Cuando me reuní con Selvin y Hugo, se reían al verme caer. De vez en cuando buscábamos darnos ánimo con la esperanza de que ya faltaba poco para dejar esos enormes cerros.
“A mi lo que me dio es hambre”, dijo Selvin.
Después de tanto caminar en medio de áreas fangosas, Hugo repitió lo mismo. A mí el cansancio no me daba tregua para sentir hambre.
Nuestro único deseo era caminar rápido para no tener que hacer las cinco horas que nos había tocado de ida. Sin embargo, el tiempo se pasó de forma inexorable y no pudimos batir ningún nuevo récord.
Yo ví mi reloj al partir del lugar donde sacaron los cadáveres. Eran las 7.50 horas exactamente.

El último tramo

Cuando llegué al campo de futbol, eran las 13.15 horas. Me salió al encuentro Carlos Grave, el corresponsal, y no niego que fue una alegría verlo. Lo primero que hice fue pedirle agua, pero en eso me habló una mujer con traje típico que me sugirió una taza de café. Me recordé que el café me hace daño, pero era tanta mi sed que lo acepté.
Sin embargo, el impacto de ese trago de café lo sentí hasta las 17 horas cuando fuimos a almorzar. Al tomar un trago de cerveza que me dieron sentí un dolor en la garganta. Grave me explicó que ese dolor era porque por la sed me tomé el café caliente casi sentir y hasta después aparecieron las secuelas en mi boca.
Todavía recuerdo que con las manos enlodadas agarré la comida como si fuera un pirata recién llegado a un muelle después de varios días sin comer.
Era tanta el hambre que me comporté como un cavernícola que si alguien hubiera intentado quitarme la comida posiblemente lo hubiera golpeado por defenderla.
Después de saciar el hambre aún nos quedaba el tramo más duro en la última vereda. Sinuosa, elevada y empedrada, parecía que ahora quería impedir que llegáramos a la superficie. Un agente de la Policía me había regalado una botellita de agua pura. Yo había llenado una pachita cuando pasamos por el río, pero ya tenía muy poco y la que me regaló el agente fue como un auxilio.
Sentí eterna esa vereda, interminable. Algunos me decían que me faltaban diez minutos, otros 40 minutos, otros una hora. De todas maneras, era un desconsuelo ver que el camino no se terminaba.
La vegetación es preciosa en ese lugar. Es un paraíso, un lugar apartado en este país convulsionado. Pese a que nos hizo sufrir, ahora puedo relatar con satisfacción esta historia. Hoy me siento orgulloso de la odisea. Puedo contarla con satisfacción y reírme un poco de los ratos difíciles. Pero lo mejor de todo es poder decir… lo logramos.


5 comentarios:

Nancy dijo...

Excelente idea. Este tipo de historias sería bueno que las leyeran los estudiantes de periodismo. Aquí se destila vocación.
Felicidades, eres uno de mis héroes

Penelope dijo...

Vaya, vaya!!! Excelente narración!!! Me alegra que hayas abierto un espacio como este, en donde compartas tus vivencias como reportero, que al final son las que forman tu ser. Será este un material muy útil para aquellos que inician este devenir tan sacrificado como lo es el periodismo. Compartiré tu espacio con amigos, catedráticos y compañeros universitarios para que los nuevos comunicadores sociales se acerquen al quehacer de un verdadero periodista.
Felicitaciones!!!!!

Claudia Acuña

olga15 dijo...

¡Felicitaciones¡ Es una buena narración vivencial de la experiencia que pasaste, porque en caa relato uno se imagina todos los obstáculos que pasaste para llegar a ese lugar. Creo que esta historia sería el punto de partida para escribir un libro de tus experiencias que has vivido como periodista.

Olga López

Alex Maldonado dijo...

Bien compadre. Me llega fíjese. Lo mejor es esa foto en la cual nos vemos medio muertos. Total, solo nosotros sabemos el sacrificio que pasamos pero también las vivencias que nadie nos puede quitar.

Unknown dijo...

Felicitaciones a esos periodistas y fotógrafos que han sudado la camisola para ejercer su trabajo. Nada que ver con el periodismo falso de la actualidad, quienes ganan en dólares para escupir tanta mentira.