lunes, 29 de diciembre de 2008

Feliz año 2009


Se aproxima el fin de año, y me ha resultado difícil escribir más de mis momentos emocionantes, y a veces amargos, que he vivido en la nota roja escribiendo para Prensa Libre. Pero a quienes les gusta mi blog, quiero desearles un buen inicio de año 2,009. Tengo en el tintero- me salió bonito, verdad?- otra de mis historias, pero creo que para cuando la tenga lista estaremos en el 2,009. Así que decidí mejor escribir algo para no perderme de vista y despedir este año que me dejó momentos muy bonitos. Adiós 2,008.
En este mes no tengo en mente que haya tenido que pasar alguna aventura. Lo que si recuerdo que el seis de enero del 2,000 fueron trasladados hacia su país 172 chinos indocumentados, en un boeing que voló desde Malaysia a Guatemala. Desde las 10:00 de la mañana de ese día, empleados de Aeronáutica Civil nos dijeron que tenían ordenes de no dejar entrar a nadie.
Momentos después ingresaron buses de la Policía Nacional Civil con los asiáticos, y agentes de las Fuerzas Especiales Policiales se colocaron en la entrada para vedar el paso a los reporteros que cubríamos la noticia. Deseosos de acercarnos para obtener fotografías e información del traslado, tuvimos que enfrentarnos con el grupo de agentes, quienes intentaron usar sus batones y quisieron botar a los fotógrafos para impedir que se hicieran las tomas. En algunos casos tuvieron que reprimirse, pues sabían que atacarían, sin razón, a los reporteros. Pero sacamos coraje para forcejear con ellos. Hubo empellones y empujones, pero rompimos el cerco policíaco y nos acercamos. Fue así como Antonio Jiménez, el fotógrafo que me acompañaba en la nota roja, hizo la fotografía de un chino que logró sacar las manos por la ventanilla del avión y nos mostró que estaba engrilletado. Después obligaron al extranjero a meter el cuerpo, cerraron la ventanilla y el avión empezó a movilizarse hacia la pista. Esa era la parte que las autoridades querían ocultar.
Los agentes de las FEP quisieron habernos golpeado y accionados su vocachas con gas lacrimógeno, el oficial al mando no se atrevió.
Saludos. Feliz Año.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Gracias







No es egocentrismo. En esta ocasión decidí escribir sobre este galardón para agradecer a Dios y a todas aquellas personas que me han felicitado por obtenerlo. Pero también no puedo dejar de lado en dar las gracias a mis colegas, amigos y compañeros con los que he compartido experiencias difíciles, amargas, a veces llenas de adrenalina, y que, cuando se es agradecido, no pueden dejarse de lado.
El galardón a la Trayectoria que me hizo Prensa Libre me llena de orgullo y es un verdadero honor. Por eso no puedo dejar de dedicárselo a mis hijos. También, aunque esté en algún lugar con Dios, a mi papá, quien siempre soñó con estar vivo para compartir un premio como este. A mi mamá y mis hermanos. También va para mis recordados amigos, que murieron en el cumplimiento de su deber, como lo son Roberto Martínez Castañeda, alias el Macho, muerto el 27 de abril de 2002 durante los violentos disturbios por el alza al pasaje urbano, y que me acompañó durante dos años y medio como fotógrafo en la nota roja. Como olvidar a Héctor Ramírez, alias el X, a quien recuerdo con mucho cariño, pues parece que fue ayer cuando a las 6:50 de la mañana nos hablábamos para analizar como se visualizaba la mañana y si había alguna información vertida por los socorristas o la Policía. La mañana que perdió la vida en al llamado Jueves Negro, el 24 de julio de 2003, me dijo lo que todo reportero de nota roja dice: “Hoy parece que se va a poner bueno, vamos a tener acción”. Sin saber que ese día se convertiría en víctima de un grupo de delincuentes.
Mencionar nombres es discriminar a los que viven y sienten el periodismo con pasión. Quizá algunos no aparezcan en estas fotografías, pero saben que los momentos vividos nadie nos los quita. Saludos a todos.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Mi primera vez


Algunas cosas ya no me sorprenden, a no ser la muerte violenta de niños, pues no me agrada que los pequeños inocentes sufran por cosas que hacemos los adultos.
He visto muchos cadáveres. Es más, hasta aquí ya perdí la cuenta de cuantos están archivados en alguna de mis millones de celdas cerebrales; pero como dicen los psicólogos, nada de lo que hemos vivido ― sea bueno o malo ― se borra de la mente. Es, simplemente, la manera como lo tratemos, lo veamos o los consideremos, para que nos afecte o no.
Y puedo decir que es así. Aún recuerdo mi primera vez en la nota roja, pues me afectó tanto que está bien presente. No recuerdo el nombre de las víctimas, ni el día, sólo sé que fue en 1,998 a eso de las 14:00 horas, pues no se me olvida que tenía hambre y que junto con el piloto y el fotógrafo¬¬ ―Roberto Martínez (QEPD) ― nos enviaron a la carretera entre Villa Canales y San Miguel Petapa.
Cuando llegamos vi un automóvil de cuatro puertas sobre el camino asfaltado. Dos autopatrullas de la desaparecida Policía Nacional estaban adelante, y una ambulancia de los bomberos Voluntarios se encontraba parqueada atrás del vehículo.
Descendimos del jeep en el que viajábamos, y nos acercamos a la escena del crimen. El cadáver de un hombre estaba tirado en el asfalto, atrás del vehículo particular, y una enorme poza de sangre se había formado alrededor de la cabeza. No solo fue repugnante, me fastidió el día. Por cierto, siempre me he preguntado por qué sale tanta sangre de esa parte del cuerpo. Alguien me dijo una vez que es porque allí se concentra la mayor cantidad del torrente sanguíneo, y después se distribuye al corazón y se riega por todo el cuerpo. Aunque no soy médico, como periodista me parece que son litros de sangre los que guarda el cerebro. Cuando se desparrama, crispa los nervios.
Mientras procuraba disimular que me desagradaba aquel escenario, miré que la portezuela izquierda del vehículo estaba abierta. En segundos descubrí la razón; las piernas de un hombre, también muerto a balazos, estaban afuera, como que intentó salir para escapar de sus atacantes.
Una vez más, miré hacia otro sitio. Dije para mis adentros que no necesitaba ver los cadáveres, bastaba con que algún bombero o Policía me diera la información sobre el móvil del crimen, los nombres de las víctimas ― si es que llevaban identificación ― y recoger algunos detalles de testigos. Es más, si había testigos mejor, pues de esa manera podía acercarme a la verdad de lo sucedido y no era necesario ver los cadáveres.
Roberto—Mi buen amigo, viejo lobo de mar ― me dijo que me acercara a un subcomisario que se encontraba en el sitio.
Observé que en el hombro izquierdo de la camisa celeste llevaba un rombo dorado. En ese momento apuntaba en su agenda la información que un subalterno le proporcionaba con detalle. Cuando la cerró y se la acomodó bajo el brazo derecho, me acerqué para hablarle. Me identifiqué, y le pregunté si tenía los nombres de los fallecidos y si estaba enterado de qué había sucedido en aquel lugar.
No se me olvida. Como si hubiera sido un castigo o quizá me vio la cara de espanto, que pareció que se propuso fastidiarme. Me dijo: ― Claro que si, venga ―.
Me guió hacia el cadáver tirado detrás del automóvil.
― Mire ― dijo. A este le hicieron los disparos en la cabeza, vea que en la frente tiene un balazo y tiene otro en el parietal izquierdo. Este se llama… y me dijo el nombre y la edad.
Le hice creer que observaba lo que me decía, pero en realidad tenía fija la vista en mi libreta. El subcomisario, Henry López, llegó a ser director adjunto de la Policía Nacional Civil. El 23 de septiembre de 2008 fue destituido.
Volvamos al caso. Creí que allí terminaría todo en aquella escena de doble crimen, pero no. López hizo que nos acercáramos al cadáver sobre el asiento trasero del automotor. Mi comportamiento fue el mismo.
― Vea que este tiene disparos en la cara y el pecho. También lleva en la cintura un porta pistola, posiblemente se la quitaron y no pudo defenderse o con ella misma le dieron muerte ― explicó.
Al salir de allí estaba molesto, preocupado. Además el hambre me hacía más fastidioso el momento. Decidí que al llegar a la redacción le pediría al editor que no me enviaran jamás a cubrir este tipo de noticias. Pero es en estos momentos cuando se descubre si hay convicción, si se tiene oficio y deseo de ser periodista. Lo peor para fue que a partir de ese momento me convirtieron en apoyo del compañero a cargo de la nota roja, Samuel Flores. En ese tiempo había tantos hechos criminales ― bueno hoy en día siguen igual o peor ―, y nos tocaba cubrir casos de secuestros y eventos sangrientos provocados por el crimen organizado.
Así que el exigir o pedir que no me enviaran quedó como un intento, nada más. Durante varios días no asimilé la idea de ser reportero de sucesos. Una noche me dijo el editor que continuaría asignado a la nota roja, y me pidió que le pusiera empeño.
Me fui a mi casa mortificado, me rehusaba a convertirme en ser reportero de sucesos. Esa noche, mientras escuchaba los ruidos del vecindario, analicé la situación. Y llegué a la conclusión de que tenía dos opciones. Una, pedirle al director que me cambiara de fuente, pero habría sido decepcionante para mi hacerlo. La otra era aceptar la situación. Entonces me pregunté cómo hacerlo, y la respuesta la obtuve yo mismo. Fue sencilla. Entendí que no tenía elección, así que debía acostumbrarme a ver cadáveres y tomarlo desde el punto de vista que todos tenemos que morir alguna vez, eso me evitó un conflicto interno.
Pues bien, llevo diez años de cubrir sucesos. Estoy más que acostumbrado, aunque tampoco es que me agrade ver cadáveres. Me ha tocado cubrir muchos hechos violentos, pero reconozco que la nota roja tiene su cuota de adrenalina y aventura. En muchos casos, esta fuente periodística tiene historias para contar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Para crisparse los nervios


Los agentes de las Fuerza Especial Policial (FEP), de la Policía Nacional Civil, descendían a toda prisa del picop que los transportó al primer callejón de la colonia Valle del Sol, en la zona 4 de Mixco, cuando los proyectiles del potente fusil AK-47 perforaron la unidad. Cerrojearon sus armas y abrieron fuego hacia la casa de donde provenían los disparos.
La balacera duró más de dos horas, en la cual resultó herido el periodista Héctor Ramírez, alias el X. Una bala de calibre 9 milímetros le perforó el pecho, pero el lapicero que llevaba en el bolsillo de su camisa desvió la ojiva, que pasó milimétricamente a un lado del corazón, y se le alojó en el músculo.
Esto fue el 25 de noviembre de 1997. La banda fue bautizada con el nombre de Valle del Sol. Una parte de la gavilla fue capturada ese día; y liberaron a un joven que permanecía secuestrado. La Policía dijo que era brazo fuerte del crimen organizado, que se dedicaba a secuestrar, asaltar bancos, camiones blindados y robaba vehículos particulares. Con ayuda del personal de aduanas y empleados del Ministerio de Finanzas, sacaban los automóviles particulares a El Salvador y Honduras con papelería legal.
Sus nombres y apodos se convirtieron en noticia por ser sanguinarios. Su frialdad para halar del gatillo dejó más de 20 muertos, entre ellos agentes de seguridad y cuatro efectivos del Servicio de Investigación Criminal (SIC). Llegaron a cometer 200 asaltos a bancos, antes de que ultimaran a Julio René Iboy, cabecilla de la banda, y a su hermano en la 14 avenida y 9a. calle de la colonia Quinta Samayoa, zona 7, el 14 de agosto de 2001.
Aquel mes de noviembre, era la primera vez que como periodista cubría una balacera. No niego que me llenaba de satisfacción saber que tendría la oportunidad de escribir la crónica para un periódico, aparte de la adrenalina de estar en medio de las balas.
En el tiroteo Iboy, junto con Federico Cajas Salinas, alias Lico, asesinado un año después en El Salvador cuando atracaba una agencia bancaria, lograron escapar. Para evadir el cerco policíaco, accionaron una granada de fragmentación, que hizo que muchos creyéramos que era el fin, o como si viviéramos en carne propia una película de acción, con la diferencia que podíamos morir.

***

Esa tarde me encontraba con Roberto Martínez, con quien buscábamos la dirección de un allanamiento, a bordo de un jeep samurai. Roberto fue ultimado el 27 de abril del 2,000 durante las protestas por el alza al pasaje. Recuerdo bien a mi amigo, porque perderlo nos dolió a todos los que estábamos aquella fatídica tarde.
En la balacera que les cuento, el operador de planta del diario preguntó por radio nuestra ubicación, y le contesté que estábamos en la colonia Santa Marta, zona 5 de Mixco.
― Dirigite a la colonia Valle del Sol, está en la zona 4 de Mixco, cerca del Tecolote de Montserrat― explicó.
Aceleré con dirección al referido lugar. Aparecí sobre la calle de la emergencia del IGSS, llamado 7-19, y mi primera crispada de nervios fue ver que a un agente de la Policía Nacional Civil se le escapó un disparo de la subametralladora Uzi al intentar abrir la portezuela de la auto patrulla, y el agujero que hizo la bala de calibre 9 milímetros en el metal se veía perfecto.
Seguida de esta escena, el ruido de balas en el callejón. Las potentes descargas eran inconfundibles, eran fusiles, una batalla en plena ciudad.
― Parqueate ― dijo Roberto. Tomó su maletín, preparó su Canon, ajustó el lente y caminó hacia donde provenían los disparos. Varios agentes uniformados, con sus armas en la mano, impedían que circularan vehículos frente a la colonia. Maniobré hacia donde pude estacionar el jeep.
Al descender, caminé hacia donde un grupo de agentes con sus armas en la mano estaban tirados en un área verde de un centro comercial frente a la colonia.
― No se acerquen― gritó un Policía. Las balas rebotan a este lado. Tírense al suelo. ¡Cuidado…!.
Recién terminaba de decir esto, una bala se incrustó en el cemento de la banqueta. Minutos después, el X se tocó el pecho. Estaba a dos metros míos, y me dijo: ― Estoy herido―.
Con su mano derecha se oprimía el pecho, y corrió hacia una ambulancia, que lo llevó al IGSS. Su camarógrafo se quedó a cubrir el desenlace de la balacera.
Roberto sólo lo vio cuando abordó la ambulancia, y se encuclilló para avanzar hacia donde ocurría el intercambio de disparos. Deseaba hacer una buena fotografía. Lo seguí, pero otro Policía que se protegía en una patrulla nos advirtió que era un atentado, que buscáramos la otra entrada.
Le obedecimos. Salimos de aquella parte y caminamos para la otra entrada del callejón. Reporteros de otros medios estaban pegados a la pared, para evitar ser alcanzados por una bala. El ruido apenas nos permitía comentar lo que sucedía, porque después de cada intercambio de disparos, una agente decía a través de un megáfono:
― Ríndanse, están rodeados. Salgan con las manos en alto―.
La respuesta fue una sórdida descarga, y por consiguiente, los agentes continuaron con los disparos y lanzaron gas lacrimógeno.
La FEP, grupo entrenado para ingresar a inmuebles donde se corre riesgo de un enfrentamiento, se acercó finalmente a la vivienda a las 16:30 horas. Forzaron la puerta y entraron disparando.
Cuando supimos esto entramos al callejón. Vi. salir a un muchacho con un gorro de lana y ropa harapienta, que gritaba que no le dispararan.
― No me maten por el amor de Dios ―, gritaba con angustia. Seis agentes lo apuntaban con sus fusiles.
Dijo su nombre, y les explicó que estaba secuestrado, y que sus familiares estaban negociando su rescate. La Policía verificó sus datos y minutos después un oficial dijo que no mentía, y ordenó que le protegieran. Lo trasladaron a un auto patrulla para evacuarlo de la zona y alejarlo de los reporteros.
Varios agentes se acercaron al sitio. Pegados a las paredes de las casas contiguas, empuñaban sus armas. Los vecinos empezaron a salir de sus residencias, con los rostros descompuestos.
Cuando todo parecía calmarse, se escuchó otra descarga de fusil y un gran estruendo. ― Ya nos mataron ― fue lo primero que pensé. El pánico se apoderó de todos. Agentes vestidos de civil, y otros uniformados, buscaron refugio y dispararon a todo lo que se movía dentro de la casa.
Recuerdo que estaba junto a un vehículo con diez agentes a mi lado, que mantenían sus armas en la mano. Cuando tuve conciencia de lo que pasaba, me vi tirado en el suelo, casi debajo del automóvil. Un Policía le dijo a otro: ― Esos disparan con fusil, y esas balas atraviesan cualquier cosa. Así que este carrito tampoco nos va a librar mucho ―.
Levanté la vista, y observé que un agente del Servicio de Investigación Criminal (Sic) sostenía en su mano izquierda una subametralladora Uzi, y con su otro brazo protegía a una señora que llevaba en brazos a una niña de unos dos años. Ella gritaba que abrieran la puerta de una de las viviendas para refugiarse, pero el agente la llevo hacia otro sitio, para resguardarla. Los fotógrafos desafiaron el peligro,levantaron sus cámaras para grabar aquel momento de pánico y confusión.
Finalmente un comisario gritó que detuvieran el fuego, que nadie disparara, que todo estaba controlado.
Nos enteramos que Iboy, Lico habían accionado la granada junto al carro blindado del entonces director de la Policía, Ángel Conte Cojulún.
A las 17 horas todo había vuelto a la calma. Me acerqué más a la casa de donde se produjo el enfrentamiento. Del inmueble emanaba un irritante olor a gas lacrimógeno. Había pedazos de vidrios de las ventanas, estaban dos autos el garaje y en el segundo nivel tenían reducidos a tres hombres, quienes cuidaban al secuestrado.
Conte Cojulún dijo que en la casa había un arsenal, granadas de fragmentación, dinero y documentos que revelaban la identidad de los miembros de la banda.
La casa de enfrente, de donde se produjo la balacera, tenía la pared perforada. Le pregunté al dueño ― un hombre de 1.65, obeso, de unos 55 años ― que habían hecho para protegerse.
― Nos metimos hasta los últimos cuartos. Estuvimos debajo de las camas con mis hijos y mis nietos. Los muebles están perforados y las paredes fueron alcanzadas por los balazos—, dijo.
Los delincuentes que escaparon aquella tarde se convirtieron en noticia. Los robos a bancos continuaron, los atracos a camiones blindados se convirtieron en la comidilla periodística. En otro episodio les contaré la historia de esta banda, sus cerca de 200 atracos bancarios y los detalles de su asesinato el 14 de agosto de 2001, en una operación en la que participó el servicio de inteligencia militar, según cuentan ex comisarios.

jueves, 9 de octubre de 2008

El Plan Gavilán


Un recipiente de peltre hervía con café sobre la fogata. Julián Morales Blanco, quien se había fugado ― el 22 de octubre de 2005― de la cárcel de Alta Seguridad, conocida como el Infiernito, ubicada en Escuintla; sólo alcanzó a decirle a su compañero de fuga José María Maldonado que algo se movía entre la maleza. El frío de diciembre calaba los huesos, pero la luz del amanecer todavía no se divisaba.
Cuando intentaron reaccionar, los certeros disparos en la cabeza acabaron con sus vidas. Estaban en una cueva en un olvidado caserío de la aldea El Cuje, en Santa María Ixhuatán, Santa Rosa. Los potentes fusiles AK-47 apenas se enfriaban, y la pólvora se esparcía con el viento cuando el oficial al mando le informó a su superior, el venezolano Víctor Rivera (ultimado a balazos en Vista Hermosa el 7 de abril de 2008), que la misión había sido un éxito.
En ese momento se empezó a divulgar la noticia. La información era que dos prófugos se habían enfrentado con agentes del comando de búsqueda de la Policía, que los habían rastreado en un caserío, como parte de las operaciones del Plan Gavilán.
Era miércoles uno de diciembre de 2005; la información se desplazó como la luz y las llamadas a los celulares de varios reporteros no se hizo esperar. Los que recibimos la alerta, empezamos por confirmar la información, luego la ubicación del lugar, y en mi caso al tener la certeza del sitio, esperar la autorización del editor para desplazarnos con el fotógrafo, y, por último, iniciar el viaje.
Para mi esta historia comenzó al sonar mi teléfono. Desperté y miré hacia la ventana de mi dormitorio. Estaba oscuro, pero caminé hacia al aparato, y con voz apagada contesté. Un jefe de la Policía me dijo lo ocurrido. No era necesario que le preguntara quien era, el trato era que sólo tenía que poner atención de lo que me decía.
― Está bien, gracias. Enterado― dije
A reflexionar iba cuando sonó otra vez el teléfono. Esta vez era Ángel Sas, reportero de Diario El Periódico.
― ¿Qué pasó Sasito? ―, le pregunté.
Me explicó lo mismo, pero me dijo que el suceso era en Pasaco, Jutiapa.
― Ellos los traen a la capital ―, me dijo.
Hice otras llamadas para confirmar. Me enteré de que los prófugos estaban muertos, lo cual hacía más importante la noticia. Pregunté a un comisario del comando de búsqueda donde había ocurrió, y me respondió que él estaba en el lugar, que había participado en la acción, por lo que no dudo en darme las indicaciones de cómo llegar.
Entonces llame a la que en ese entonces era mi editora, Oneida Najarro.
― Aló ―, me contestó.
―Hola One ―. Hay dos prófugos baleados en la aldea El Cuje, en Santa María Ixhuatán.
Me respondió que lo cubriéramos. Entonces me comuniqué con Emerson Diaz, el fotógrafo con quien habíamos hecho varias coberturas de sucesos por más de dos años. Acordamos reunirnos en el edificio de la Prensa Libre para iniciar el viaje. Abordamos un sedán verde asignado para cubrir la nota roja y nos encaminamos a gran velocidad hacia el lugar. En el camino compramos comida y la ingerimos mientras conducía.
Al llegar a Santa María, preguntamos por la aldea El Cuje. Nos indicaron por donde teníamos que seguir, pero nos recomendaron que al llegar a dicho lugar preguntáramos por el riachuelo Los Amates, pues este era donde estaban los cuerpos. La noticia había corrido hasta el área urbana con bastante exactitud.
En el Cuje un grupo de obreros nos mostró el cruce para continuar hacia Los Amates, y un campesino con sombrero y machete en el cinto nos pidió jalón.
― Si me llevan, les puedo indicar donde queda el lugar que preguntan―.
El sol brillaba y el vaho se hacía sentir a pesar del aire acondicionado del carro.
El campesino abordó el carro, y nos metimos en una carretera que con el rodaje de los neumáticos las piedras se estrellaban en la carrocería.
Con el típico hablado de oriente de nuestro pasajero, dijo que el caserío estaba bien lejos. Después de pasar varios lugares, me pidió que me detuviera frente a un enorme árbol.
― Sigan el camino, ese los llevará al caserío El Zope. Allí pregunten donde queda Los Amates ― señaló tomando su machete.
Seguimos la ruta hasta encontrar El Zope. Un mujer salió de una vivienda, y le pregunté por Los Amates. Dijo tomáramos el siguiente cruce, aunque nos advirtió que el carro no subiría, pues era demasiado empedrado. Además nos auguró una larga caminada. Tuvimos que vivirlo en carne propia para creerle.
Mientras dejaba el carro a un lado de la carretera, nos encontró el corresponsal Oswaldo Cardona, a bordo de un picop alquilado que nos llevó hasta el lugar donde estaba el camino hacia Los Amates. Como sabía que el carro se iba a quedar solo en la carretera, saqué la computadora portátil para llevármela y así evitar un robo.
Llegamos a donde había unos cuantos ranchos. Un hombre se nos acercó para indicarnos el camino, pero nos advirtió que estaba lejos a donde queríamos llegar, que se tenía que caminar demasiado y el sol estaba de muerte.
― Son por lo menos dos horas a pie de ida—dijo.

La Aventura

Decidimos avanzar. El hombre nos acompañó, a pesar de que sabía a lo que se metía, pero podía más la curiosidad que la razón. Empezamos a descender por una tortuosa vereda empedrada, que más parecía el lecho de un río. Atravesamos un cerro que nos llevó a un polvoriento camino que bordeaba un segundo cerro, el cual nos llevó hacia la orilla de un riachuelo y al caserío Los Amates. Para entonces habían pasado una hora con cuarenta y cinco minutos.
Las piernas me temblaban, mi respiración era profunda, y el sol era implacable. Sentía como el sudor me recorría la espalda y me humedecía la camisa.
Al desconocido (nunca le pregunté su nombre), cada vez que le preguntaba si estábamos cerca, respondía que faltaba media hora.
En el trayecto encontré a Carlos Andrino, alias Calucho, reportero del telenoticiero Notisiete, y Chentío, su camarógrafo. Seguimos el camino.
Aún no recuerdo cuanto tiempo transcurrió para que viéramos los primeros signos de vida, pero encontramos una casita de block (que no sé como le hicieron para llevar tanto material con tan difícil acceso) donde el chorro estaba abierto y el agua llenaba una pila.
Le dueña del inmueble nos permitió beber agua. Tomé una enorme palangana llena de agua, y tomé desesperadamente. Una vez recuperada la necesidad, me moje la cabeza, me lavé la cara cuantas veces pude y volví a tomar agua.
Una vez hidratados, les preguntamos cual era el camino que nos llevaba hacia donde estaban cadáveres. Salió del inmueble el esposo, nos saludó, y se unió a su cónyuge para señalarnos el potrero. A un lado estaba el camino que guiaba a un sendero.
―No hemos ido a ver, pero es como a diez minutos de aquí—.
Era otra vereda empedrada, pero más corta.

El refugio
Después de caminar varios minutos encontramos el refugio de los prófugos. Estaban tirados varios sobres de sopas, consomés y residuos de carne de gallina. El suelo ensangrentado daba testimonio de lo ocurrido. Los agentes del comando trasladaron los cuerpos hacia un terreno, en el cual aterrizó un helicóptero que trasladó los cadáveres a la morgue de Cuilapa, Santa Rosa.
Tomamos datos y observamos la escena del crimen y no dudamos que no hubo tal enfrentamiento. A pesar de que la Policía dijo que había incautado un revólver calibre .38.
Unos pobladores nos contarnos como había sido todo, cuanto tiempo llevaban los dos extraños ocultos en aquella cueva, y explicaron que un grupo de hombres armados, vestidos de negro, los habían matado en la madrugada.
Una vez terminado el trabajo de recolectar la información, nos dirigimos a donde estaba un humilde rancho, en el cual había aterrizado el aparato. El camino era igual de escabroso, e inclusive había que brincar enormes rocas. Esperábamos encontrar a Rivera para solicitarle que nos sacaran en el helicóptero, hasta la aldea donde habíamos emprendido el camino. Pero ya se había ido en la aeronave que se llevó los cadáveres.
Sólo encontramos a un policía con uniforme camuflado, que no descuidaba su fusil AK-47. Estaba recostado en una hamaca, esperando que regresaran a traerlo. Nos dijo que si teníamos que volver a pie, lo hiciéramos despacio, porque el sol estaba ardiente. Nos quedamos callados, pues esperábamos hablar con el piloto para que nos sacara de allí. Mientras llegaba, aprovechamos para bromear un poco con los compañeros, hablar sobre lo sucedido y a pensar lo difícil que sería volver a pie. Incluso, nos tomamos una foto del recuerdo.
El Policía nos sugirió que tomáramos un baño en el río.
―Eso los va a relajar para caminar ―.
Junto al ranchito estaba un improvisado comal, donde se calentaban unas cuantas tortillas, que hasta aquí ignoro si sus dueños pretendían comerlas tostadas o esperaban que se quemaran para hacer café. Supongo que el dueño, un anciano de unos 65 años, escuchó que iniciaríamos el largo viaje, por lo que sacó un su pequeño tambo plástico amarillo que contenía Cuxa. Dijo que tomáramos un trago, para tener energía para caminar.
Nos dio risa, pero unos tomaron para probar su sabor, por curiosidad, y otros para atender la sugerencia del productor del fermentado líquido.
Tras repartirse un poco de cuxita, los que quisieron, por supuesto, tomamos un baño. El agua estaba buenísima, calmó mis nervios un rato, y nos olvidamos de lo que nos esperaba.
Los otros compañeros, Deccio Serrano, Domingo Tercero y Armando Solórzano, de otros medios de comunicación, no esperaron más el helicóptero y emprendieron el camino. La verdad, hicieron lo correcto, aunque no lo que deseaban.

¿Golpe de suerte?
Confiamos en nuestra suerte. Nos vestíamos después del baño cuando escuchamos el motor de la aeronave. Todavía sin abotonarme la camisa, corrí hacia donde aterrizó y una enorme nube de polvo lo cubrió unos segundos. Observé como se acomodaba, con la ilusión que nos sacaría de aquel lugar.
El piloto se negó, dijo que tenía órdenes de recoger al agente y regresar a la capital. Ofreció llevarse a un reportero. Le dije a Emerson que subiera, pues yo tenía que regresar por el carro. Además él llevaba las fotos.
Con los de Notisiete, y el corresponsal (Cardona) empezamos lo inevitable; la caminata. Antes de emprender el trayecto, tomamos agua de un chorro en la escuela del caserío. En el patio del centro educativo había un montón de envoltorios de boquitas de todo tipo, pero ninguna tienda a la vista, y las ansias de un agua gaseosa se hacían más fuertes.
El corresponsal llenó una pachita con agua, cuyo líquido se extinguió en los primeros minutos de caminata. Por mi parte caminé hacia la casita donde tomamos agua cuando llegamos, para preguntarle a la dueña si tenía algo para comer.
Se quedó pensativa un instante y se metió a la casa. Cuando salió traía unas mandarinas y cuatro naranjas.
―¿Qué le debo?—.
―No es nada―.
Llevaba en la mano las frutas cuando encontré a Calucho, que empezaba a padecer con sus zapatos que se rompieron por la caminada. Se había puesto unos bejucos alrededor del zapato, pero no soportaron. Luego Cardona hizo una especie de correas de un abrigo de los reos que estaba tirado en el camino, pero tampoco funcionó. Las ampollas en sus pies no se hicieron esperar.
Le di una mandarina a cada uno y repartí una naranja entre los tres. Antes de que me vieran me había comido unas tres mandarinas, y aunque por un momento reconozco que me sentí culpable, me venció el instinto de conservación.
Empezó la travesía. Eran las 13.50 horas. El sol estaba en su más grande esplendor. Hasta parecía jactarse de nuestra desgracia. El corazón empezó a latirme, pero recordé que no debía entrar en pánico, ni en desesperación.
―Lo tomaré con calma, aunque me lleve 12 horas llegar arriba―, me dije. Si la situación se pone fea, donde encuentre señal de celular pido auxilio, pero por el momento no me dejaré vencer, pensé.
Cuando se agotaron las fuerzas tomamos un primer descanso. Dijimos cinco minutos, pero se transformaron en diez. Calucho se había quedado rezagado, con la agonía de sus zapatos. Caminamos otro poco, per según Cardona fueron tres minutos nada más. Reposamos en una pequeña sombra. No me senté, porque cada vez que lo hacía se me dificultaba tomar ritmo. Además, la computadora me hacía más difícil la situación.
A los 15 minutos reanudamos la caminata. Subir el primer cerro resultó lo más difícil, un tormento. Se mostraba ante nosotros como todo un señor, imponente. Nos llevó dos horas y media atravesarlo.
La sed nos debilitaba, los compañeros Notisiete empezaron a manifestar su pánico. El Chentío dijo con angustia. ¿Será que voy a salir vivo de aquí?.
―Me quedé dormido unos diez minutos y empecé a soñar babosadas, pero cuando desperté me vi en el mismo lugar― dijo Calucho.
―Quisiera haber pasado esta prueba cuando tenía 20 años, cuando saqué mi curso de Kaibil, dijo el corresponsal― mientras acariciaba su tatuaje en el brazo derecho.
Saqué valor para decirles que nadie se moriría, que tendríamos el coraje de llegar hasta arriba, que al siguiente día nos reiríamos al recordar todo como una anécdota, como parte de las tareas difíciles de un periodista. Me sirvió para reducir el pánico, pero también para no darnos por vencidos.
Caminamos según nuestras fuerzas. Para calmar la ansiedad, pensábamos que debíamos estar a corta distancia de un cerco, pues después de allí el terreno era más plano, lleno de vegetación, más fresco para caminar. Pero a cada trecho que avanzábamos y no veíamos la cima, nos desconcertaba, nos desilusionaba.
Una señora de unos 45 años, que se cubría con una sombrilla, acompañada de dos niños, apareció cuando habíamos tomado uno de tantos descansos. Un menor era de diez años, y el otro, según creo, de 11. Ambos calzaban botas de hule. La mujer llevaba puesto un vestido rosado pálido.
―¿Señores, como están?—
―¿Tiene agua doñita?― dijo Cardona.
―Llevo cafecito, porque el agua me hace mal, me hace vomitar―.
―¿Cuánto cree que nos falta?—, preguntó Cardona.
―¿Qué hora es?— cuestionó ella.
―Faltan diez minutos para las cuatro― respondió Cardona.
―Como a las cinco y media van a llegar al Zope. Uno se tantea, pero más o menos a esa hora creo―
―¿A dónde va?—intervino Calucho.
―A donde el doctor, porque vine a ver a una mi hija, pero me caí y me duele mucho la canilla. Ya me preocupé―
―Deplano tiene aire, pero está bien que la vea el doctor― dijo Cardona.
Nos vio por unos segundos en silencio (saber que pasó por su mente o que cara nos vio) y dijo: Bueno señores, hay nos vemos. Siguió avanzando a pesar del dolor en la pierna.
Los niños que habían estado callados se despidieron también, y a los cinco minutos que se alejaron volvimos a caminar. Nunca los volvimos ver.
Solórzano, que nos había sacado 25 minutos de ventaja, me contó después que a ellos los alcanzó y siguió su camino.
Cuando tuve señal en el celular, hablé con Juan Carlos Ramírez, en aquel entonces era reportero de la radio Emisoras Unidas.
―Mano; si desea ayudarnos, puede venir a encontrarnos, pero traiga agua. Eso nos ayudaría un montón—.
―No le prometo mucho, se acaban de ir los que tenían caballos. No se desespere, hay le cuento―.
En el trayecto me volvió a llamar, y con desconsuelo me dijo que se había encontrado a los primeros tres compañeros (Deccio, Armando y Mingo) que se habían acabado el agua que nos llevaba.
―Me quedé a esperarlos, mano― dijo.
Caminamos varios minutos hasta que al fin encontramos el fatídico cerco. Luego otro llegamos a cerco, que nos hizo recobrar el entusiasmo, aunque no nos redujo el cansancio.
Volvió a sonar el celular. Al contestar Juanca me dijo que había escuchado el rington del teléfono, lo que significaba que estábamos cerca de donde se encontraba.
―Están cerca maestro—, dijo con vos entusiasta.
Lo encontramos minutos después de caminar, fue una alegría verlo.
―Es usted el mejor amigo―, le dije.
Ayudó a Chentío con su cámara. Intentó tomar la computadora pero me negué, le dije que se agotaría innecesariamente. Le recomendé que guardara sus energías.
Emprendimos todos juntos el camino, ya más animados. La vegetación nos cubría del inclemente sol, y eso nos devolvió un poco de energía.
Cuando llegamos a la aldea faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. Media hora más de la pronosticada por la desconocida. Los pobladores nos miraron en silencio.
―Hay una tiendecita, muchá― dijo Juanca.
―¿Tiene jugos o aguas frías?—. Fue lo primero que pregunté..
―Las aguas están al tiempo, los jugos si están fríos― dijo una señora.
Me tomé dos jugos y sentí como recobraba la tranquilidad. Mis compañeros pidieron aguas gaseosas y empezaron a tomárselas sin agarrar aire.
Al llegar al carro, sentí la gloria. Llamé al diario y le pasé los datos a una compañera que redactó la nota.
Cuanto corté la comunicación, observé que Calucho intentó encender el picop que llevaba, pero había dejado las luces encendidas y dejó sin carga la batería. Empujamos el vehículo y en cuanto encendió salimos de ese lugar entre nubes de polvo. La pesadilla había terminado.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El día que jamás olvidé


En mis años como reportero de sucesos, a veces me preguntan que ha sido lo más impactante para mí, principalmente cuando se enteran de que me ha tocado cubrir tantos hechos donde han muerto hombres, mujeres y niños. Y la respuesta la tengo casi en la punta de la lengua.
Fue un 20 de febrero de 2002, un día de tantos en la nota roja. Me avisaron sobre un incendio en el orfanato Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza, municipio de Chimaltenango; en el cual murieron seis niños. Esa mañana la tengo presente en la memoria, que no me resulta difícil hablar de ella. Estaba nublado, hacía frío; en fin, la temperatura típica de aquella región del país.
Al llegar al diario, lo primero que hice fue hablar con Adolfo Mejía, el fotógrafo que en ese tiempo estaba asignado a cubrir sucesos. Le comenté lo que ocurría y que saldríamos para allá al tener la autorización del jefe. También me puse en contacto con el corresponsal de aquel departamento, mi tocayo Julio Román, y me contó que en verdad era una tragedia. Salimos entonces en un jeep samurai de inmediato.
El orfanato se había incendiado- según constan en los registros de la Policía y los Bomberos- por un cortocircuito. Cuando llegamos vi las caras consternadas de los pobladores. Había motobombas alrededor de la cuadra, el olor a quemado invadía todo el lugar y los socorristas aún retiraban los escombros para que el fuego se apagara por completo. Entramos al fatídico lugar, y vimos varias cunas y camas pequeñas casi carbonizadas. El llanto de las monjas y las vecinas por la muerte de los niñitos, hacía un ambiente más amargo y dramático.
Entrevisté a una adolescente, Edna Viviana Escobedo de 14 años; y me dijo que el fuego se había propagado rápidamente a las 6:30 de la mañana.
-Por un rato oímos que los niñitos lloraban; mucha gente trató de entrar a sacarlos, pero no pudieron por el fuego; después no escuchamos nada-, dijo mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Para su edad era un tremendo momento.
Pero no se necesita ser maduro para darse cuenta de la difícil situación. Me acerqué al lugar donde murieron los seis niños, y comprobé cuanta amargura provocaba aquella escena. Como papá me sentí reflejado en aquella tragedia, y por un momento pensé de cómo me sentiría si les hubiera pasado algo así a mis hijos. Supe entonces que a pesar del tiempo que tenía de cubrir la nota roja, de que los manuales de periodismo señalan que el reportero no debe ser más que un espectador y transmitir la información lo más profesional, no se puede dejar de ser humano y sentirse afectado.
No fui sólo yo. En aquella época llegamos varios periodistas, y recuerdo que uno de ellos es Estuardo Martínez, alias el Grillo; y su compañero fotógrafo Wilfredo Hernández. Tengo vivo el momento de cuando esperamos afuera del orfanato a que los bomberos sacaran envueltos en sábanas blancas los restos de los niños calcinados.
Una monja cargaba una cruz de madera. Y detrás de ella la seguían sus compañeras y feligresas que se les unieron para cantarle a la Virgen María, para implorar por las almas de los fallecidos. Fue un momento triste. Wilfredo se agachó con su cámara para hacer la foto de ese momento. Se me humedecieron los ojos. Sentí pena y dirigí la mirada hacia el Grillo, que también lloró calladamente. Pasó el grupo frente a nosotros, y Wilfredo no se levantó. Entonces Martínez empezó a preguntarle si había tomado la foto.
-¿Tomaste la foto?-, le preguntaba.
Después de insistir, finalmente Wilfredo se levantó y nos dijo que no pudo tomar la foto. Empezó a secarse las lágrimas. Y fue cuando todos comentamos que nos había impactado, que era muy duro lo sucedido, pues se trataba de niños inocentes que no pudieron saltar de sus cunas para ponerse a salvo.
Han pasado seis años desde ese hecho, y no lo olvido, porque ese momento marcó mi vida. El día que jamás olvidé.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Entre balas


La carretera interamericana parecía interminable aquella mañana del 9 de enero de 2005. Cada vez que podía, observaba el aspirómetro (medidor de velocidad) del vehículo que conducía y me admiraba de ver que llegaba a 120 kilómetros por hora. Mynor De León, el fotógrafo que esa mañana me habían asignado para cubrir la nota roja, escuchaba callado los avances de las noticias en Emisoras Unidas, y algunas veces, cambiaba a Radio Sonora, para enterarse de qué sucedía. Estaba ansioso por llegar.
El caso es que por toda la carretera Interamericana era trasladado un enorme cilindro de más de 50 tonelada de peso, por un furgón con un motor superpotente que abarcaba casi toda la carretera y que tenía como destino llegar a una aldea en San Marcos, donde funciona la empresa Montana, encargada de explotar metales preciosos.
“Miles de pobladores se encuentran en las orillas de la carretera, lanzando toda clase de objetos contra la Policía que ha respondido con gases lacrimógenos, mientras un camión del Ejército escolta el cilindro”, decía uno los reporteros de radio.
El presidente de la República, Oscar Berger, había dicho esa misma mañana: “El cilindro pasa o pasa, hoy a como dé lugar”.
Habíamos preguntado varias veces si cubríamos el suceso, pero nos habían dicho que lo iba a hacer el corresponsal. Pero debido a que se había convertido en un enfrentamiento con la Policía, nos autorizaron subir.
Lo que más temía era no llegar a tiempo, de no lograr las fotos del bochinche, y responsabilizaba a mis jefes de no haberme permitido iniciar el viaje desde temprano.
Aun no recuerdo si me hice dos horas para llegar o menos, pero me detuve justamente en el kilómetro 120, en el mirador Las Nubes, porque allí habían varios efectivos de la Policía Nacional Civil y del Ejército, con equipo antidisturbios, apostados, esperando a recibir ordenes para avanzar. El cilindro hacía varios minutos que había seguido su camino.
Antes de llegar al mirador, pasamos por varias aldeas que parecían zonas de guerra devastadas. Incluso pasábamos algunos obstáculos y me sorprendí al ver que una ambulancia de la Cruz Roja estaba con las llantas desinfladas. Insisto, parecía zona de guerra.
En el mirador las Nubes, colegas de otros medios conversaban y contaban chistes para disipar la tensión. Me acerqué a saludarlos y a preguntarles como estaba la situación, y dónde estaba el cilindro. Unos me dijeron que ya iba adelante, pero que no podían pasar porque, a cada intento, les disparaban desde la montaña y estaban colocadas barricadas, como un campo de batalla.
Habrían pasado unos 10 minutos desde que llegué, posiblemente eran las 10.30 horas, cuando vi que un pelotón del Ejército se colocó en la carretera con la intención de avanzar. Me acerqué y un coronel -lo supe por sus tres estrellas bordadas en cada hombro- con uniforme camuflado me dijo directamente: “Nosotros vamos a avanzar, si ustedes se animan, nos pueden acompañar”.
Respondí: “Por supuesto, nosotros lo seguimos”.
Empezamos a caminar tras de ellos y empezó el lanzamiento de piedras y la respuesta del gas lacrimógeno. Sin embargo, hicieron retroceder a los inconformes, que llevaban camisas sobre la cara simulando capuchas.
Atrás del pelotón antidisturbios, empezó a avanzar un camión del Ejército que en la parte de atrás llevaba dos francotiradores, listos para abrir fuego con sólo recibir la orden de un teniente que se encontraba abordo. En eso me recordé que no podía dejar el carro en el mirador, pues corría el riesgo de que lo quemaran.
Decidí ir a traerlo y arriesgarme a pasarlo con el contingente. Total, dejarlo era riesgoso, aunque varios compañeros dejaron los vehículos de sus empresas en ese lugar, a expensas de que los destruyeran.
Empecé a avanzar con el carro, pegado al camión militar, mientras que Mynor caminaba con el pelotón que lanzaba gas lacrimógeno. Atrás de mí estaba el carro de Nuestro Diario, al cual le destruyeron un vidrio de una pedrada y una perforación de bala en el lado derecho. Los inconformes se ocultaban entre la maleza para lanzar piedras, hacer disparos incluso con fusiles de asalto con el objetivo de impedir que el escuadrón caminara para dar más protección el cilindro que avanzaba inexorablemente. Por el peso se desplazaba despacio, pero seguía su ruta.
Cuando llegamos a Los Encuentros, para seguir la ruta a Cuatro Caminos, vimos que allí ya se había producido una gran batalla. Había refrigeradores quemados, tirados en medio de la calle, un pequeño camión incendiado. Basura esparcida, los negocios cerrados y a lo lejos se escuchaba el ruido de las detonaciones de armas de fuego.
Finalmente alcanzamos al cilindro, y entonces pudimos ver lo que sucedía alrededor del cilindro. Técnicos electricistas quitaban el alambrado público para permitir el paso del pesado metal, y cuando pasaba en su totalidad, de inmediato volvían a hacer las conexiones. Los electricistas eran resguardados por militares y agentes de las Fuerzas Especiales Policiales, pues los inconformes trataban de bajarlos de los postes lanzando objetos o disparando. Una vez pasado el poblado, siguió la batalla. Un grupo de soldados fue enviado hacia una loma.
Se abrieron en abanico apuntando con sus fusiles galil. Tenían órdenes de disparar si era necesario. Se internaron en el pequeño cerro y cuando no los pude ver, se escucharon las ráfagas. Los dos francotiradores que estaban en el camión se ponían tan nerviosos que por momentos intentaron disparar, aunque no sabían a quien. Lo que hice fue pegarme lo más que pude al camión para evitar que una bala o una piedra dañara el vehículo. Lo que tenía que evitar era que un balazo penetrara el motor, pues allí se acabaría la comodidad y sin remedio tenía que dejarlo para que terminaran de destruirlo. El otro temor que tenía era que lanzaran algún artefacto explosivo.
Seguimos avanzando, no me percaté de la hora. Desde lo alto de un cerro, los manifestantes, conocedores del terreno, y en algunos casos muchos de ellos ex guerrilleros, lanzaron bombas pirotécnicas de gran potencia contra los agentes, y algunos resultaron lesionados. La Policía respondió con sus fusiles, sin pensar a quien podían herir. Incluso, un campesino murió al ser alcanzado por una bala, sin que nadie se hiciera responsable del crimen.
En el camino, los manifestantes tomaron por asalto un furgón de gaseosas, el cual incendiaron. Estaban tiradas cajas con envases y esparcidos vidrios de botellas quebradas en la carretera. El pesado trailer que llevaba el cilindro estaba adaptado para remover lo que fuera en la carretera para continuar su camino. Hizo a un lado el furgón y varios agentes que caminaban junto al automotor, con sus armas y equipo para lanzar bombas lacrimógenas, aprovecharon para tomarse una gaseosa y guardar para el camino. Decían que si se les agotaban las provisiones del vital líquido, al menos llevaban las gaseosas.
El convoy, seguido de unos 700 agentes de la Policía y unos 100 efectivos del Ejército, continuaba su paso sin saber que les esperaba en el camino. En otras poblaciones se produjeron más enfrentamientos. Esta vez más fuertes. Aún recuerdo que justamente cuando timbró mi celular, un agente se lanzó al suelo y soltó la ráfaga de su fusil AK-47. Contesté apresurado y supe que era un camarógrafo del noticiero Guatevisión, que deseaba saber cuán difícil estaba la situación. Le respondí que estaba en medio de una balacera y que me hablara después. Mientras decía esto, le puse freno de mano al carro, lo dejé encendido, abrí la puerta y me lancé al suelo. Logré ver que otros de mis compañeros estaban en la orilla de la carretera tirados, para evitar ser alcanzados por una bala.
En esta otra población, ubicada en el kilómetro 130.5, los manifestantes habían atravesado e incendiado un furgón cargado de cerveza. Eran las 13.45 horas. La carretera se llenó de humo de gas lacrimógeno que imposibilitaba la visibilidad y la respiración y se escuchaban detonaciones por todos lados, era para crisparse los nervios.
Los campesinos estaban atrincherados como si fuera una batalla durante el conflicto armado y su artillería era desde piedras lanzadas con ondas, hasta disparos con fusil y escopeta. De hecho, oficiales de alto rango del Ejército hicieron ver que parecía una táctica logística guerrillera, pues los que impedían el paso del enorme y pesado cilindro estaban colocados en áreas estratégicas para no dejarse ver. Luego de librar esta batalla, el siguiente paso fue que el enorme furgón tuvo que remover enormes rocas o quitar pesados troncos de árboles.
Dos kilómetros después había un bus urbano quemado. En la aldea Xajuyá, de Sololá, miembros de la Procuraduría de Derechos Humanos pusieron en resguardo a por lo menos 80 pasajeros de buses extraurbanos que se dirigían de Quetzaltenango a la ciudad capital. Marina Reyna, una de las pasajeras, indicó que no habían comido ni tomado agua, y las mujeres y los niños que viajaban en los buses estaban temerosos que los agarraran de rehenes. Dijeron que los líderes del movimiento les habían impedido a los pobladores que les vendieran agua y comida.
A través de las radios locales se escuchó a la alcaldesa Dominga Vásquez decir que no era la responsable de haber organizado a los campesinos para que colocaran barricadas e impidieran el paso del cilindro.
Las horas fueron pasando y la tarde poco a poco se extinguía. El último tramo fue el más peligroso y quizá el más agitado, con el furgón a 20 kilómetros por hora y con la complicidad de la noche, los campesinos volvieron atacar el convoy que resguardaba el cilindro.
Antes de pasar el puente Argueta, había un enorme agujero hecho posiblemente con alguna carga explosiva, y los trabajadores de la empresa propietaria del cilindro tuvieron que rellenarlo para que continuara el camino.
En medio de la oscuridad se escuchaban las ensordecedoras detonaciones de las vocachas para lanzar gas lacrimógeno de la Policía y las ráfagas de armas de fuego de diferente calibre. La Policía respondió lanzando gas lacrimógeno y por supuesto con disparos. Los residuos del gas lacrimógeno provocó que se incendiara la maleza en las montañas y eso sirvió para tener visibilidad, ya que los agentes al mando pidieron que todos los vehículos apagaran las luces para que no sirvieran de blanco para los atacantes. Incluso varios agente antidisturbios se pegaron al vehículo que conducía y me advirtieron que el carro les serviría de protección si los atacaban. "Le vamos a dar tiempo para que salga y se cubra", dijo un oficial.
Los agentes cansados se turnaban para sentarse en los pick ups o en la plataforma del furgón o dentro del enorme cilindro. La travesía continuaba. Finalmente, cuando estaban por acercarse a cuatro caminos, a eso de las 19 horas, los reporteros que cubrimos estos sucesos abandonamos el convoy para adelantarnos y bajar a Quetzaltenango, para enviar nuestra información. No hubo más peligro, ya nadie más atacó en el trayecto el cilindro, ni trató de impedir su paso.
El resultado fue la muerte de un campesino y 12 agentes lesionados, pero el pesado metal llegó a su destino al siguiente día.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Dramático rescate



La tarde de aquel viernes estaba lejos de imaginar que en poco tiempo iba a vivir una de las experiencias más difíciles de mi vida. Sentado en la comodidad de un sanitario, en la redacción de Prensa Libre, no tenía idea de que durante 12 horas iba a estar sometido a una larga jornada para subir y bajar una extensa zona montañosa, con lodo hasta la cabeza y sin nada que comer para poder cubrir un hecho noticioso de fuerte impacto nacional.
Todo comenzó con una llamada telefónica la tarde de aquel 27 de junio de 2008. Luis Marroquín, hermano del director de este diario, Gonzalo Marroquín, le pidió a la recepcionista que hiciera una conferencia con mi celular porque, debido a que yo estaba en esos menesteres privados, y además porque ya estaba por salir del diario. Cuando ella hizo el enlace, Luis ya había cortado. Pensé que si era urgente volvería a llamarme. En efecto, minutos después recibí su telefonema y esta vez si pudimos entablar conversación. Me preguntó si sabía del accidente aéreo del Ministro de Gobernación.
Le respondí que no, pero le dije que de inmediato lo consultaría con los bomberos o algunas fuentes de información, y en cuanto tuviera noticia, le llamaría. Hice un par de llamadas y me confirmaron la noticia, con el agregado de que era un helicóptero en el que viajaban el Ministro de Gobernación, doctor Carlos Vinicio Gómez, y su viceministro, Edgar Hernández Umaña. Los dos, así como el piloto de la aeronave y un aerotécnico, habían muerto en el percance.
En el momento que pregunté, decían que el director de la Policía, Isabel Mendoza, estaba abordo, pero la información fue desmentida poco después y resultó que era el piloto y el copiloto de la aeronave las otras dos víctimas mortales.
Llamé al diario, pero me indicaron que ya estaban tras la noticia. Entonces salí del periódico sin preocuparme. Cuando conducía mi carro para asistir a una reunión, me llamaron de Prensa Libre, para indicarme que Chofo (Rodolfo López, editor de cierre), deseaba hablarme. Me dijo sobre el accidente y me indicó que el fotógorafo Daniel Herrera iba a cubrir el accidente, pero no había ningún redactor que lo acompañara.
Se apunta?-, me preguntó.
En segundos dudé, pues sabía que era un largo viaje, pero no me negué.
Le respondí que estaba bien.
Me dirigí a la casa de mi mamá a traer mi maletín con ropa, tomé un estuche que recién nos habían regalado para el día del padre que contenía navaja y linterna, y me dije: “Esto me puede servir”.
Iniciamos el viaje en una camioneta agrícola, y el conductor era Carlos Contreras. Daniel, el fotógrafo, es corpulento, de 47 años, de 1.75 metros.
Nos dijeron que el accidente había sido en el caserío El Pacayal, jurisdicción de Purulhá, Baja Verapaz. Lejos estábamos de pensar que nos esperaba una tormentosa travesía y, por consiguiente, un enorme reto que después se convirtió en la comidilla para la memoria de los periodistas que desean contar sus hazañas, aventuras y experiencias.
En el camino pedí que me hicieran un enlace con el corresponsal Carlos Grave, originario de Rabinal, quien me indicó que debíamos buscar la aldea Peña del Ángel, y de allí caminar. Ni él se imaginaba cuan largo era el trayecto y la dificultad para llegar hasta donde ocurrió el percance.
También me recomendó que en el kilómetro 150 de la ruta a las Verapaces había otra forma de llegar al lugar del accidente.
Llegamos al kilómetro 150 a eso de las 00:20 horas del sábado. Nos encontramos con Alex Maldonado, reportero de Nuestro Diario, con quienes decidimos entrar por la aldea Peña del Ángel.

Ruta imposible

En el camino a la referida aldea, encontramos al director adjunto de la Policía Nacional Civil, Henry López. El comisario iba acompañado del alcalde de Purulhá, quien nos advirtió que era imposible llegar por esa ruta, pues había muchos derrumbes. El comisario nos dijo a Daniel y a mí que un helicóptero llegaría por la mañana a rescatar los cuerpos cadáveres y que nos llevarían a un campo en el kilómetro 150, entrada a la finca La Divina Providencia, donde podíamos hacer fotografías de las víctimas.
Con Alex Maldonado acordamos que lo mejor era buscar otra entrada, pues nada nos aseguraba que llevarían los cuerpos simplemente a qué los fotografiáramos. Nos dirigimos a esa finca en el kilómetro 150, donde nadie nos daba razón por dónde ingresar, por lo cual después de un par de telefonemas decidimos entrar. Les dije: “Entremos a esta finca y alguien nos tiene que decir qué hacer”. Para entonces se nos unieron otros reporteros, como los del noticiero de televisión de Latitud.
Todos los periodistas llegamos hasta el campo de futbol de la finca. Ya se nos había unido un reportero de Telediario, a quien apodamos el Metido, que llevaba su perro, así como un corresponsal de la agencia Reuter.
En el campo lleno de lodo estaban parqueados los vehículos del Ministerio Público, unidades de los Bomberos Voluntarios y Municipales, y de la Policía Nacional Civil. Encontramos a dos Bomberos Voluntarios que cuidaban las ambulancias, y les preguntamos cuál era el camino para llegar hasta donde cayó el helicóptero, y cuánto había que recorrer.
Aurelio, uno de los bomberos, nos advirtió que debíamos caminar cuatro horas como mínimo, y el camino era de difícil acceso.
Con sentimiento de aguerridos, todos decidimos caminar hasta el lugar. Le pedimos que nos sirviera de guía, pero Aurelio dijo que consultaría con su jefe para que le autorizara. Le habló por radio y le permitió que nos guiara.
“Bueno, dijo, pero les advierto que el camino está duro”.
Respondimos que no había problema, que estábamos decididos.
Era la una de la madrugada cuando empezamos a caminar. Me había puesto mi chaleco, metí mi libreta de apuntes, me puse mi chumpa impermeable, mi capa, la linterna, la navaja y mi gorra. Los demás tomaron sus cosas para empezar la caminata. También inició la caminata nuestro piloto, Carlos Contreras.
Desde ese momento bajamos una escabrosa vereda escabrosa, llena de lodo al punto que hasta los pies se nos hundían por lo menos 20 centímetros. Fueron pocos los que se salvaron de un buen somatón y lo único que nos alumbraban eran las linternas. Cuando habíamos caminado media hora encontramos a un grupo de campesinos.
Les preguntamos cuán lejos estaba el sitio del accidente y nos dijeron que nos faltaban cuatro horas para llegar.
De verdad preferimos ignorar la advertencia, quizá para no desmayar, pues el sentido de la aventura y el orgullo de llegar, así como la obligación que teníamos como reporteros de cubrir la información a como diera lugar, era lo que estaba grabado en nuestra mente. Además, teníamos la misión de llegar.
Al principio, el grupo se mantuvo unido, pues consideramos que podíamos perdernos. Minutos después, ya que no se pueden contabilizar los kilómetros en medio de la oscuridad en un trayecto tan difícil y sinuoso, donde sólo se siente el olor a lodo, monte verde y el ruido de los animales nocturnos, nos encontramos a un grupo de bomberos de la Cruz Roja Guatemalteca y campesinos. Estos nos volvieron a decir que era un trayecto largo, pero que más adelante venían fiscales del Ministerio Público y había un chorrito donde podíamos tomar agua, si lo necesitábamos.
El chorrito lo vimos una hora después. No quise beber agua, pues me sentía con suficiente fuerza. Además, pensé que si llenaba el estómago de agua, me impediría caminar con ligereza.
Con lo que no contaba era que Daniel empezaría a debilitarse. Sin embargo, seguimos caminando.
Nos alcanzó una escuadrilla de kaibiles del Ejército. Sentí alivio verlos, posiblemente mis compañeros también, pues eso nos permitía una caminata más segura. Pero lo único que conseguimos fue que se separara al grupo. El piloto del diario me dijo: “Mi comi (Me apodan comisario desde que cubro la nota roja), yo aquí me quedo”.
-No, le dije. Agarrá aire y seguimos. Te voy a esperar, porque yo no dejo a ningún compañero tirado.
-No se preocupe, usted siga, respondió.
En eso bajaron un grupo de campesinos con fiscales del Ministerio Público, y el piloto aprovechó para regresarse con ellos.

Puro coraje

Seguimos adelante. Media hora después, encontramos al corresponsal, Carlos Grave, sudado, lleno de barro en la cara y con un palo que le servía de sostén. No llevaba linterna y caminaba entre la oscuridad, lo cual le había provocado varias caídas y una lesión en la pierna.
Me advirtió que estaba lejísimos el lugar. Todavía le dije que mi esperanza era él, si nosotros no alcanzábamos a llegar. Pues bien, él se regresó con el grupo de fiscales.
Seguimos adelante, y dimos unos pasos. Daniel me dijo que descansáramos. Para entonces nos acompañaban los dos bomberos que nos servían de guía. Daniel se sentó en una piedra llena de lodo, cuando en eso aparecieron otros fiscales, entre los que iban dos mujeres. Daniel le dijo a una de ellas: “La admiro, fijese… La admiro…”. Pero su voz reflejaba desconsuelo, cansancio y quizá esperando a que ocurriera un milagro. Pero este nunca llegó y teníamos que seguir. Descansó un poco, pues se quejaba de un intenso dolor en el tobillo, pero aún así seguimos caminando. Fue cuando encontramos un puente de hamaca, el cual pasamos de dos en dos, y seguimos caminando.
Empezamos a subir otra vereda con más lodo y corría agua por todos lados. Muchos nos resbalamos. Debo decir que me caí por lo menos cuatro veces en esa ruta, sino es que más. A Dios gracias no sufrí lesiones. Cada paso que daba, sentía que el camino se nos ponía más difícil, como si quisiera evitar que lográramos nuestro objetivo.
Daniel volvió a pedir que descansáramos. El reportero de Telediario, el Metido, también lo hizo, al igual que los dos bomberos. Los socorristas llevaban sus linternas, las cuales fueron disminuyendo su luz cuando las baterías perdieron su potencia.
Para animar a Daniel le dije: “Démosle tranquilos, de llegar tenemos. Ojalá que cuando lleguemos, nos dé tiempo a ver los helicópteros de rescate y quizá alguien nos saqué de aquél lugar. Sigamos, Dios nos va acompañar para seguir y llegar”.
-Ojalá, dijo Daniel, con esperanza.
Mientras caminaba, sentía que mi cuerpo respondía sin sofocarme. Me encomendé a Dios y a la Virgen para que me dieran fuerza, valor y coraje para no desmayar. Estaba cansado por el desvelo, por la caminata y con los pies mojados y enlodados, pero tenía energía.
En el trayecto me senté un par de veces, me quedaba parado para que las piernas no se acomodaran. Después de un breve descanso, les decía que echáramos otro tramo, a lo cual accedían. Para entonces, tres agentes de la Policía Nacional Civil iban con nosotros y se arrepentían de haber tenido que buscar el lugar del accidente.
El último gran cerro que nos faltaba para empezar a descender y tener mejor acceso para llegar al lugar del accidente, era una imponente montaña, que parecía observarnos molesta de como vulnerábamos su camino y quizá trataba silenciosamente la manera de evitar que siguiéramos adentrándonos.
Como a las tres de la madrugada, los bomberos se quedaron sin luz y lo único que nos alumbraba era una tímida luna y mi linterna, cuya batería cada vez se debilitaba. Lo que empezamos a ver eran las huellas de las botas y las pisadas del perro. Al verlas, sabíamos que ese camino debíamos seguir. Los compañeros que iban adelante habían cortado ramas para cerrarnos los caminos que no teníamos que tomar. Al final, después de varios minutos, si no es que horas, vimos un último tramo del enorme cerro. Un claro de luz, tenue por la hora que era (4 de la madrugada), nos dio un aliento de esperanza.
Empezamos a descender, pero ahora el barro se volvía traicionero. Las caídas fueron más frecuentes. En medio de la oscuridad logramos ver la luces de las linternas del otro grupo, que alcanzó a decirnos que debíamos atravesar un río a la par de unos ranchos. Me consolé al ver al grupo que iba adelante, pues nos dio indicios de que no estábamos perdidos.
Llegamos al río, el cual atravesamos. Tomé agua, pues los bomberos me juraron que era limpia y bastante pura. “Agua de montaña”, dijo un bombero. Además, con el cansancio y la sed, no me iba a poner a ver si estaba limpia o no. Pues bien, tomé un poco de agua para rehidratar el organismo, aunque volví a recordar que no era bueno llenar el estómago de tanta agua, pues nos faltaba mucho por caminar.
Descansamos un poco y seguimos adelante. Empezamos a divisar el amanecer. Eran las 5.30 horas cuando vi mi reloj. Seguimos camino hacia arriba otra vez. Hicimos varios descansos, las caídas siguieron para mí, para los bomberos y para los agentes de la Policía que nos acompañaban. Por momentos pensaba en “Quiero”, una canción de Ricardo Arjona. Se me metió al subconsciente al extremo que ya me llevaba hastiado, pero reconozco que me ayudaba a olvidar el cansancio. Por momentos también recé para llegar sin novedad.
También me recordé de mi difunto padre y aunque sentí tristeza, hubo momentos en que creo hablamos. También recordé a mis hijos, y me dije, ellos están bien, sólo que ignoran donde se encuentra en este momento su papá. Los alejé de mi mente, porque me ponía ansioso. Decidí entonces pensar que la vida es bella y que lo que estaba pasando era una enorme prueba.
Seguí caminando. Sabía que llegar a donde ocurrió el accidente era un sacrificio, pero que me llenaría de satisfacción comprobarme a mí mismo que puedo hacer muchas cosas y que superar esa prueba era tener fe. Finalmente amaneció, fue cuando pude apreciar el enorme cerro que había dejado atrás, la hermosa vegetación, y los ranchos. A lo lejos se divisaba el lugar donde estaba el helicóptero accidentado.
Entramos a los ranchos donde estaban los kaibiles, los bomberos rescatistas y el grupo de periodistas que se nos habían adelantado. Eran las 6:30 horas. Era un éxito.

Tiempo nublado

Pero no todo era alegría, estaba nublado y una densa neblina caía sobre los cerros donde debían ingresar los helicópteros de rescate. Estaba lloviznando, lo cual mataba nuestra esperanza de pensar en que nos sacarían en alguna aeronave.
En el rancho donde habían colocado los cuatro cadáveres vendían café y tortillas con arroz. Un arroz como si hubieran querido hacerlo atol de arroz con leche, pero sin ésta última. Lo primero que hice fue comerme dos tortillas con arroz, y tomé agua pura, pues la única bebida era café, el cual me hace daño. Sentí sabrosas las tortillas, pero no quise comer en exceso. Volví a pensar en el enorme trayecto que me esperaba. Sólo debía darle algo al estómago para que tuviera energía. Pues bien, me comí otra tortilla y una galleta dulce. De todos modos no había otra cosa para comer.
Me senté en una banca de madera, de la cual procuré no moverme mientras iniciábamos la travesía de regreso. Ya sabíamos que los bomberos y el Ejército a puro hombro llevarían los cuerpos hasta donde estaban los vehículos en la finca La Divina Providencia, pues el mal tiempo impedía que ingresaran helicópteros de rescate.
Me levanté de la banca unos minutos mientras tomaba nota en mi libreta, la cual tuve que tirar después en Purulhá, porque estaba toda enlodada, pero me sirvió para tener detalles para enviar mi nota al diario por correo electrónico.
Después me atrincheré -literalmente- en la banca, me dormí unos diez minutos y después, cuando desperté, sentí como el desvelo y el cansancio hacían estragos en mí. Recuerdo que cuando tomé la tortilla que me comí, sentía que mis manos temblaban. No era para menos, pues en muchas ocasiones tuve que meter las manos para no dañarme la cara cuando caminábamos por la montaña. Ellas sostuvieron con fuerzas pedazos de ramas que me sirvieron para reducir el impacto de los resbalones y muchas de ellas se quebraron entre mis dedos que también tuvieron que soportar el peso de mi cuerpo.
Sentí como mi pulso y los latidos de mi corazón regresaban a su ritmo normal mientras me tranquilizaba. Escuché a los bomberos decir que iban a marcar un improvisado helipuerto, arriba de los ranchos donde tenían los cadáveres. Después supe que ya no entraría ninguna aeronave, y que se llevarían los cuerpos a pie. Un oficial de los Bomberos Voluntarios mandó a formar a los socorristas uniformados, en el que se incluyeron cuatro de los Bomberos Municipales y se pusieron de acuerdo para iniciar la dramática caminata para llevar los cuerpos hasta el campo de futbol. En ese lugar estaban los vehículos y los helicópteros que finalmente llevaron los restos de los funcionarios, el piloto y un aerotécnico hasta la ciudad capital.
“No vamos a ir rápido, tranquilos, porque corremos riesgo. El que se sienta mal físicamente, que hable, porque no se trata de que alguien salga lastimado”, dijo el oficial al mando.
Retiraron a tres bomberos que sintieron que sus fuerzas no daban para cargar los pesados cuerpos, que para entonces llevaban 18 horas en el lugar. También pidieron apoyo al Ejército y la escuadrilla de kaibiles pidió colocar los cadáveres en estacas para que poder caminar. “Nosotros iniciaremos la caminata”, dijo un sargento, cuyo nombre ignoro, porque no llevaba gafete.
Colocaron los cuerpos como ellos decían y empezaron la larga travesía por el tortuoso camino, bajo una intensa lluvia que no dio tregua hasta que llegamos al campo de futbol.
Con mis colegas del noticiero Latitud, Selvin y Hugo Beteta, su camarógrafo, decidimos adelantarnos para salir lo más pronto posible de ese olvidado caserío.
Volvieron las caídas. Hubo momentos en los que me quedé sólo en el camino, pues Selvin y Hugo avanzaron más que yo, mientras que el grupo que venía con los cadáveres venía por lo menos 20 minutos atrás.
En los ratos que estuve sólo frente a ese norme cerro y vegetación, más la intensa lluvia, sentí la presencia de Dios para tener fuerzas para seguir adelante. Cuando me reuní con Selvin y Hugo, se reían al verme caer. De vez en cuando buscábamos darnos ánimo con la esperanza de que ya faltaba poco para dejar esos enormes cerros.
“A mi lo que me dio es hambre”, dijo Selvin.
Después de tanto caminar en medio de áreas fangosas, Hugo repitió lo mismo. A mí el cansancio no me daba tregua para sentir hambre.
Nuestro único deseo era caminar rápido para no tener que hacer las cinco horas que nos había tocado de ida. Sin embargo, el tiempo se pasó de forma inexorable y no pudimos batir ningún nuevo récord.
Yo ví mi reloj al partir del lugar donde sacaron los cadáveres. Eran las 7.50 horas exactamente.

El último tramo

Cuando llegué al campo de futbol, eran las 13.15 horas. Me salió al encuentro Carlos Grave, el corresponsal, y no niego que fue una alegría verlo. Lo primero que hice fue pedirle agua, pero en eso me habló una mujer con traje típico que me sugirió una taza de café. Me recordé que el café me hace daño, pero era tanta mi sed que lo acepté.
Sin embargo, el impacto de ese trago de café lo sentí hasta las 17 horas cuando fuimos a almorzar. Al tomar un trago de cerveza que me dieron sentí un dolor en la garganta. Grave me explicó que ese dolor era porque por la sed me tomé el café caliente casi sentir y hasta después aparecieron las secuelas en mi boca.
Todavía recuerdo que con las manos enlodadas agarré la comida como si fuera un pirata recién llegado a un muelle después de varios días sin comer.
Era tanta el hambre que me comporté como un cavernícola que si alguien hubiera intentado quitarme la comida posiblemente lo hubiera golpeado por defenderla.
Después de saciar el hambre aún nos quedaba el tramo más duro en la última vereda. Sinuosa, elevada y empedrada, parecía que ahora quería impedir que llegáramos a la superficie. Un agente de la Policía me había regalado una botellita de agua pura. Yo había llenado una pachita cuando pasamos por el río, pero ya tenía muy poco y la que me regaló el agente fue como un auxilio.
Sentí eterna esa vereda, interminable. Algunos me decían que me faltaban diez minutos, otros 40 minutos, otros una hora. De todas maneras, era un desconsuelo ver que el camino no se terminaba.
La vegetación es preciosa en ese lugar. Es un paraíso, un lugar apartado en este país convulsionado. Pese a que nos hizo sufrir, ahora puedo relatar con satisfacción esta historia. Hoy me siento orgulloso de la odisea. Puedo contarla con satisfacción y reírme un poco de los ratos difíciles. Pero lo mejor de todo es poder decir… lo logramos.