lunes, 24 de septiembre de 2012

El poder de la oración

Un par de veces he visto la película Huracán, en la que los dos protagonistas y su equipo con conocimiento de tecnología, se dedican a perseguir este fenómeno que con solo verlo en fotografías o en video y la destrucción que provoca es para espantarse. Supongo que vivirlo debe ser una horrible pesadilla. El domingo 26 de agosto me tocó vivir una cosa parecida, y aunque los expertos del Instituto Nacional de Sismología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) aseguran que fue solo un torbellino, el simple hecho de recordarlo me provoca escalofríos. Durante todo ese día no quise salir de la casa, me mantuve con una playera, una inusual pantaloneta y tenis. Como a las 3 de la tarde se me ocurrió invitar a mi mamá a un café, para que disfrutara la tarde. Me animé a hacerlo unos 45 minutos después. Se había nublado, pero eso no cambió la decisión. Me levanté del sillón para buscar un paraguas y de manera instantánea dije: --Mama, voy por el carro ¿salimos a tomar cafecito?. A ella le agradó la idea y contestó que estaba bien. Caminé hacia donde estaba el carro, a unas dos cuadras. Mientras lo hice, el cielo amenazó con dejar caer una fuerte lluvia. Sentí en varias ocasiones la fuerza de los goterones, pero nada más. Cuando estuve dentro del carro, la lluvia fue un poco más intensa, pero no era lo que puede llamarse un aguacero. Llevé el carro a la casa, pero cuando pasaba frente la 28 calle observé a lo lejos, en dirección a la avenida Bolívar, un humo negro que parecía un incendio. No pude ubicar exactamente de donde salía la humareda, pero reduje la velocidad para tratar identificarlo. Me causa gracia cada vez que lo recuerdo, pero mi vista confundió dos láminas que flotaban con hojas de árbol. Mientras los sentidos lo ubicaban, en cuestión de segundos escuché el enorme estruendo y puede ver que se trataba de un torbellino. Conforme avanzaba, el ruido era cada vez más audible, por lo que no me quedó la menor duda de lo que estaba pasando. En segundos recordé la película, pero lo que tenía ante mis ojos era real. Lo estaba viviendo en carne propia y obviamente el sistema nervioso también. Fueron segundos los que utilicé en llevar el carro de la esquina a mi casa, a una distancia de 50 metros. Los sentí eternos. Me detuve, bajé de inmediato y ví el rostro de incredulidad de mi sobrina de 11 años. Mi mamá se veía seria, asustada, pero no imaginaba qué era lo que sucedía. --Mama, abrí la puerta—le pedí. Una vez dentro le dije que cerrara, porque se nos acercaba un gran chubasco que tiraba láminas y venía levantando los techos. --¡Cierro entonces!—contestó apresurada mientras al mismo tiempo comenzó a cerrar. No sabía qué hacer. Mi cabeza no sabía si lo mejor era refugiarnos, subirnos al carro y huir era lo mejor. Estaba nervioso. Me detuve a pensar que mi mamá no está para correr, es una mujer de la tercera edad. También necesitaba que mi sobrina reaccionara. Pensé: Si salgo con ellas, puede no nos de tiempo y podemos quedar en medio del torbellino. --Lo mejor es quedarnos-- me dije. Luego pensé, ¿y el carro?. ¿Dónde lo guardo?. No tengo un lugar seguro. Bueno, había que soportar la idea de que lo dañaran los objetos que arrojaba el torbellino. Pareciera que me hubiera tomado un tiempo para meditar, pero no lo fue. Llegar a esta conclusión considero fue en centésimas de segundo. A una velocidad electrizante. Mientras pensaba como protegernos, mi mamá me pidió que llamara a mi hermana, quien estaba en otra casa a cuatro cuadras. Me temblaban y apenas pude marcar para avisarle. Mientras le hablé, me coloqué frente a la ventana para lo que sucedía. El viento soplaba vertiginosamente y los árboles parecían que deseaban gritarnos del peligro que se acercaba. Parecía que el aire se desplazaba en un círculo grande, como si acompañara el desembocado torbellino. En lo que avanzaba, comencé le implorarle a Dios que no permitiera que nos dejara sin techo la casa. Le pedía a Jesús nos librarnos del mal que nos acechaba. A los lejos escuché a mi mamá con sus dos manos en posición de oración que imploraba se alejara el peligro. Fueron siete minutos los que duró el torbellino dijeron los noticieros. Puedo decir que para mi fueron eternos. Finalmente el fuerte viento se desvió hacia la avenida del Cementerio General, donde se estrelló con los árboles que, como si fueran humanos, murieron derribados como soldados de Dios contuvieron la amenaza. Dejó a su paso destrucción, pero por fortuna no hubo víctimas, solo daños materiales. Cuando el fuerte viento se deshizo, hubo amenaza de llover. Cayó solo una llovizna por unos minutos y luego quedó un cielo gris, que parecía se sentía culpable de lo que había pasado. Cuando volvió todo a la calma, pensé: Ese torbellino parecía un gigante con vida, con una fuerza incontenible. Poco a poco llegaron vecinos de otras cuadras a saber cómo estaba mi madre. Todos coincidían: “Nosotros cuando vimos lo que estaba pasando, nos pusimos a orar”. Todas las mujeres de allá abajo comenzaron a rezar, contó un vecino. --Nosotros—dijeron dos indigentes con rezagos de ebriedad, nos abrazamos y le imploramos a Dios. “Creímos que era el fin del mundo”, dijeron. Es de esta manera como caí en la cuenta de cuán poderosa es la oración y como de tantos años que me ha tocado cubrir desastres y tragedias por la época lluviosa, con el paso del huracán Mitch y los estragos de la tormenta Stand, esta vez me convertí en víctima. Aunque doy a gracias a Dios que no nos pasó.

martes, 15 de septiembre de 2009

24 horas


Entré a la redacción a las 12:15 horas de aquel 5 de julio de 1998. Ignoraba que ese día la jornada de trabajo jamás terminaría, pues a los pocos minutos me embarqué en lo que años después lo llamo una peliculesca y dramática, pero anecdótica, nota roja.
Estaba por sentarme frente al escritorio de la computadora cuando recibí un mensaje en mi localizador. En ese tiempo tener celular era demasiado alto para el bolsillo. El mensaje era de los bomberos Voluntarios, y decía que llamara a la oficina de relaciones públicas de la institución.
En el teléfono reconocí la voz de Williams De León, jefe de la referida oficina de ese entonces. Sin vacilar me preguntó si estaba enterado de que en Amatitlán un reo tenía una granada de fragmentación, quien no solo amenazaba con accionarla sino que tenía de rehenes a una oficial y a un secretario del Juzgado del municipio.
Pensé; que notición…!.
Le respondí que no lo sabía, por lo que le agradecí la información y colgué. Me asignaron como fotógrafo a Alberto Galiano, quien tomó su cámara, y juntos abordamos un jeep de la prensa.
Conduje, según recuerdo, con habilidad en el denso tráfico que hasta la fecha se forma en la tortuosa calzada Aguilar Batres. Estaba emocionado, no puedo ocultarlo, porque había visto películas de casos similares, pero nunca en carne propia ni en la vida real.
Procuré ir más rápido, porque me preocupa que el reo liberara a las dos personas y no estuviéramos allí para que el compañero tomara la foto. Al entrar en el municipio me sorprendí de ver que en algunas calles y avenidas los vecinos ignoraban el peligro al que estaban expuestos. Típico de Guatemala.
Nos acercamos al juzgado, que estaba vigilado por dos agentes de la extinta Policía Nacional. Más adelante, a unos 100 metros, varias autopatrullas, agentes uniformados y otros vestidos de civil, tenían sus armas en las manos, amartilladas y listas para usarlas. Al observar con detenimiento, caí en la cuenta que había francotiradores apostados en puntos estratégicos, quienes esperaban la orden de abrir fuego a su blanco. Se trataba de Eduardo Hernández, sindicado de robo agravado y otros delitos. Era de mediana estatura, tez morena, y cabello colocho. En ese momento profería insultos y exigía un carro para huir.
Vi. a los rehenes atados uno con el otro con cinta adhesiva. Él los sujetaba con una mano, y en la otra sostenía con fuerza el artefacto, que le permitía no ser capturado y era su pasaporte a la libertad.
Me acerqué al comisario Fredys Flores, quien me definió el tipo de granada, que resultó ser una M-26 de fabricación estadounidense, la cual estalla a los 4.5 segundos después de quitarle los dos seguros.
-Si no nos matan las esquirlas, lo hace la onda expansiva que tiene un radio de 25 metros-, dijo.
Se me ocurrió preguntarle. ¿Y los manuales policiales que recomiendan en estos casos?.
Me observó por unos segundos. Se llevó a la boca un cigarrillo, le dio un buen jalón, y exhaló el humo… ― Se debe negociar hasta que se canse― dijo.
Miré con detenimiento al reo, quien estaba pegado a la pared de una vivienda, y pensé que no tenía ninguna intención de negociar con nadie y estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario. No sabía que tan pacientes tenían que ser, pero las horas se consumieron lentamente.

xxxx

La Policía intentó de todo, a pesar de su inexperiencia en estos casos, pues hasta la fecha no tienen a alguien que dirija una situación tan crítica como esta. No tienen un negociador, como dirían en el cine.
Al principio, algunos oficiales le hablaron ofuscados para que desistiera, después optaron por hablarle con tranquilidad y hubo momentos en que vio como le apuntaban con las armas dispuestos a dispararle. Pero eso no lo convenció.
En varias ocasiones intentaron dispararle, pero la orden del director de la Policía, Ángel Conte, fue que no. El riesgo era que al dispararle, soltara la granada y nadie tenía la rapidez para colocarle la espoleta para evitar la detonación. El riesgo era latente. Mientras Hernández esperaba que le dieran lo que solicitó, con toda tranquilidad fumó varios puros de mariguana y, cuando pudo, inhaló cocaína. Eso si, en ningún momento descuidó a sus presas.
Mientras la tarde se extinguía de manera inexorable, también el reo y sus rehenes avanzaron por varias calles hasta que en una de ellas permaneció varias horas.
Los reporteros que cubrimos la nota ese día, creímos, en determinado momento, que el reo se animaría a lanzar la granada contra los agentes o contra nosotros, pues ya nos había insultado y advertido que lo haría hacia donde estaban las cámaras.
Cayó la noche. Y como nunca faltan almas caritativas, algunos de los vecinos nos regalaron tazas de café y pan. A Galiano le llevé comida, pues desde que llegamos no se perdió ni un segundo de lo que acontecía.
Hablamos de la situación y coincidimos que íbamos para largo. En eso estábamos cuando el reo se movilizó unos metros y en el desorden los reporteros llegamos a estar a dos metros de él. Sentí miedo que nos arrojara la granada, pero cuando me invadió el instinto de conservación y el subconsciente pedía a gritos que huyéramos, una voz más interna, quizá proveniente desde el alma me hizo sentir que no debía tener miedo. Sentí como si alguien me dijera: “Tranquilo, no nos va a pasar nada”. Hoy estoy convencido que fue Dios.
Llegó la madrugada, el día había terminado, pero el trabajo periodístico no tuvo tregua.

xxx

Con timidez los vecinos se asomaban a sus ventanas. Algunos no se perdían ni un segundo lo que sucedía, pero otros, con rostros de espanto, preferían ocultarse posiblemente bajo sus camas. Los reporteros, que por ahora solo recuerdo a unos cuantos como Donald González, mi recordado amigo Héctor Ramírez, el X, y Mynor Cortez de Nuestro Diario, nos instalamos ― aún no recuerdo como fue ― en la casa de una adolescente, quien nos contó que con su hermana se dedicaban a vender golosinas en los autobuses. La casa se volvió nuestra sala de redacción, donde pudimos llamar del teléfono que allí había, comer un poco, y escribir en las libretas algunos detalles para mandar la información de última hora a nuestras redacciones.
Durante la madrugada, la larga jornada de trabajo y el desvelo nos inquietaba, y para matar el estrés algunas veces hacíamos bromas o comentábamos como la Policía manejaba la situación.
A las 4 de la madrugada, de una panadería salió un hombre bajito, y muy educado dijo: “Buenos días. ¿Ustedes son reporteros?.
Varios le respondimos con afirmación.
― Pasen, aquí preparé café y en los canastos hay pan francés y de manteca ― señaló . Agarren lo que necesiten para ustedes y sus compañeros. En unos minutos tengo que salir a repartir.
Le agradecimos y no despreciamos la oferta. Aún recuerdo que agarré una hilera de pan francés y varias conchitas que me deleitan el paladar mi paladar. Todavía siento el olor del pan recién salido del horno.
Una vez saciada el hambre, retornamos a nuestro trabajo. La Policía intentó aprovechar los instantes de distracción de Hernández; y escuché cuando un agente dijo: “Jefe…, lo tengo en la mira, ¿le disparo?”. La respuesta siempre fue no.
Cuando empezaba amanecer, eran entre las 5:15 y 5:20 de la mañana del día 6 de julio, Hernández se colocó en la gasolinera Asiole, en la salida del municipio, y amenazó con más energía en estallar la granada si no accedían a su petición.
Convencidos del peligro, el comisario Julio Lone, con uniforme de combate y sin su arma, condujo una patrulla y le dijo que allí estaba el carro que había pedido. El reo y sus rehenes abordaron el vehículo.
Nos dirigimos a los carros para seguir el autopatrulla, que a gran velocidad se internó en la vieja carretera al puerto de San José. Cuando llegamos al kilómetro 79 de la referida ruta, el comisario estaba afuera del picop y varios agentes, con fusiles de asalto, rodeaban el carro. La mañana fue avanzando. El sofocante, la falta de alimento y agua debilitaron al convicto, quien exigió una pistola sin decir a la Policía para qué la necesitaba. Le dieron el arma, y ese momento de distracción le sirvió a la Policía para abrir la portezuela, sacó a los rehenes y la cerró de nuevo. A Hernández se le cayó la granada de la mano, y cuando intentó tomarla de nuevo le estalló. Fue así como terminaron casi 24 horas de una dura jornada.

miércoles, 8 de julio de 2009

Fue un dia triste


Día 3
A la mañana siguiente el día seguía nublado. Era otro día triste. La esposa de Édgar René Saenz, corresponsal en Sololá, junto con sus hijas nos prepararon desayuno. Aprovechamos para decirle que teníamos la ropa mojada y le preguntamos si conocía algún lugar para comprar ropa. Nos respondió que si comprábamos ropa nueva, la echaríamos a perder, pues nos tocaba un largo camino. Nos respondió que una su amiga era propietaria de una venta de ropa americana (Paca, sin tantas vueltas) y si queríamos nos podía llevar a comprar.
Fuimos con la vendedora donde compré lo que pude: Calcetines, playeras y pantalones de lona. Después nos llevó al mercado, y cerca había una casita donde nos atendieron dos mujeres con traje típico. Ahí compramos botas de hule, pues sabíamos que nos esperaba un tortuoso camino lodoso por recorrer, por la experiencia ya vivida.

Llegamos a Panabaj
Pues bien, el destino nos tenía preparada otra sorpresa. Iniciamos el camino de regreso a la capital, y fue igual de atropellado de cuando lo recorrimos para llegar a Sololá. El agua, que no daba tregua, derribaba muros en la carretera y las máquinas eran insuficientes para mantener habilitado el paso.
No recuerdo bien en qué kilómetro, dos niños; uno de ocho años y otro― calculo ―
de 11, se llevaron el susto de su vida.
Pasó en segundos. Mientras el piloto reducía la velocidad del carro en que nos transportábamos al ver que el paso estaba obstruido, escuché un estruendo. Cuando dirigí la mirada hacia donde provenía el ruido, vi caer un enorme tonelada de lodo de la montaña.
Mientras la avalancha revolcaba árboles y piedras, los niños, que estaban en el borde de la cuneta, se echaron a correr para impedir que los sepultara. El más pequeño se tropezó y golpeó la frente en el pavimento. El instinto de conservación lo hizo levantarse y correr hacia el otro lado de la carretera para refugiarse. Se me aceleró el corazón, porque en un momento creí que presenciaría una tragedia. Sin embargo, prácticamente Dios los salvó.
Una vez pasado el susto, con Adolfo Mejía, el fotógrafo, nos acercamos al niño. Sangraba de la cabeza. Pensé: “Aaaay Dios, qué hacemos ahora si no hay forma de llevar a este niño a un hospital”.
Mejía lo revisó y dijo que la herida era prácticamente una cortada. Sacó una navaja para cortarle un poco de cabello; le limpió la herida que estaba enlodada y vimos como la sangre le brotaba. Le echó jabón para desinfectar y luego un poco de agua oxigenada que llevaba en un improvisado botiquín. El niño no alcanzó a llorar debido al susto. Sus ojos hablaban por él y decían que habían visto a la misma muerte, pero que le permitieron regresar del otro mundo para contarlo.
A los pocos minutos apareció el padre del niño y le dijimos que lo llevara a un hospital, pues era necesario que un médico le curara la herida.
Mientras recobrábamos la serenidad, las máquinas abrieron el paso. Seguimos la ruta.
Unos kilómetros más adelante la carretera estaba totalmente cortada, y la única forma de pasar al otro lado era en medio de un profundo lodazal. Había militares con lazos para ayudar a pasar a quien lo necesitara de un lado a otro. Lo pasamos y caminamos unos kilómetros hasta encontrar un restaurante en la aldea Agua Escondida. El lugar estaba irreconocible.
Nos disponíamos a caminar para buscar un carro que nos trajera a la capital, cuando la editora, Oneida Najarro, me dijo que les habían informado que el paso hacia Panabaj, Sololá, estaba habilitado y era necesario que llegáramos a ese lugar porque había más de tres mil muertos.
Regresamos. Volvimos a pasar por el lazo y encontramos al otro lado al piloto que tenía la camioneta parqueada y esperaba a que llegáramos. Una vez más, regresamos a Sololá y luego el camino hasta a la orilla del lago de Atitlán para buscar una embarcación que nos trasladara hasta el sitio de la tragedia.
La única forma de pasar era en lancha. Tuvimos suerte que dos lanchas llegaron a traer a una escuadrilla de los bomberos Voluntarios para trasladarlos a Panabaj. Nos permitieron abordarlas y después de varios minutos estuvimos en el lugar.
No era necesario preguntar, en los rostros compungidos se notaba la tragedia. Un grupo de pobladores guió a los bomberos hacia el sitio donde estaban colocando los cadáveres, que era alrededor de la Municipalidad del municipio.
Centenares de pobladores veían como en cajas de madera hechas de pino y elaboradas a mano rápidamente llevaban los cuerpos rescatados. El Ministerio Público y la Policía tomaban nota y luego las llevaban a una fosa común que habían cavado en el cementerio local. A cada paso que daba escuchaba lamentos, y el bullicio de personas preocupadas por preguntar la identidad de quien estaba en la caja. Al oscurecer, los cuerpos de socorro decidieron suspender la búsqueda en Panabaj.
Decidimos comer algo y después dormir un poco, porque sabíamos que a la mañana siguiente tendríamos que buscar el lugar.

Zona devastada
Panabaj era una zona devastada. Familiares de las víctimas sollozaban y los perros aullaban buscando a sus amos. Por algunos momentos lo malos olores por la descomposición de los cuerpos penetraban haciendo el lugar más sombrío. El ambiente era de luto. Algunos hablaban de lo bonita que era la colonia, pero que en una noche se convirtió en un cementerio.
Las brigadas de campesinos y bomberos empezaron desde muy temprano para ayudar a levantar los escombros y rescatar cadáveres. El esfuerzo humano se vi.ó inútil al tratar de quitar grandes cantidades de tierra lodosa para encontrar cadáveres y lo peligroso que resultaba en algunos casos cuando descombraban áreas donde había agujeros que daban a lo que antes fue un patio o una casa de dos o tres niveles.
Toda la población se había volcado a rezar por las almas de las personas que murieron en Panabaj. Al final de la tarde, no hubo más excavaciones y las autoridades decidieron convertir el lugar en un camposanto. (fin).

jueves, 29 de enero de 2009

La Odisea Stan





Dia 2: Capas, paraguas, jeans, playera y botas era el atuendo usual para el segundo día que la tormenta Stan había tocado tierras guatemaltecas en aquel octubre de 2005. Esa mañana regresamos al Puerto de San José. El presidente Óscar Berger se había reunido con efectivos del Ejército en la Base Naval del Pacífico, gente de la Conred y otros funcionarios, y fue cuando hizo su considerado comentario de que pronto estaría el día soleado.
El agua seguía sin dar tregua. El presidente hizo una inspección del área urbana del Puerto. Por orgullo, o buen político, se bajó de su vehículo blindado en una de las calles y caminó entre el agua, que le cubrió hasta las rodillas. Llevaba botas vaqueras, las que le resultaron pesadas al llenárseles de agua. Pensé en las infecciones que podía causarse por eso, pero también lo resolví mentalmente en que un viaje a Miami, Estados Unidos, era suficiente para que un especialista se los sanara.
Los vehículos en los que se transportaban varios periodistas, incluido en el que viajábamos, así como el del presidente y sus escoltas, obligaba al agua a entrar con gran fuerza a las humildes viviendas ya inundadas en la entrada al Puerto. El presidente ordenó que la Conred hiciera su mejor esfuerzo para evacuar a toda la población si era necesario. Creo que fue entonces cuando vio la caótica situación.
Lo seguimos hasta unas lujosas viviendas en el Puerto, donde dos tractores trabajaron dos horas y media para hacer una brecha que permitiera drenar el agua que mantenía inundadas aquellas residencias hacia al mar. El día estaba nublado y la lluvia seguía persistente.
Como a las 3 de la tarde buscamos un lugar para transmitir la información al diario. Los comedores estaban abiertos. Los pobladores trataban de seguir su vida normal, pero no había turistas. La gente estaba parada en la puerta o cerca de una viga de bambú o palmera viendo con desconsuelo que no había ningún comensal. Las que hacen tortillas pusieron sus comales y se dedicaron a trabajar. Uno que otro vecino llegaba a comprarles.
Una hora y media después nos avisaron que el presidente visitaría otras áreas donde había más damnificados. No recuerdo porqué el piloto que nos transportaba no estaba con nosotros, así que nos subimos a la palangana del picop de Nuestro Diario rápidamente. A toda velocidad salimos del pueblo, mientras los neumáticos del vehículo levantaba grandes olas a su paso.
Al salir del Puerto, el Presidente cambió de ruta. Tomaron toda la autopista de regreso a la capital. Sin embargo, como en ese momento no lo sabíamos, seguimos la caravana que lo escoltaba y en la palangana del picop nos caía agua por todas partes. Por la velocidad del vehículo, no nos quedaba más que refugiarnos con nuestras capas y esperar a que se detuviera en algún lugar. Finalmente el piloto de Nuestro Diario se detuvo pasado el peaje de la autopista de Palín-Escuintla, y dejamos que el mandatario continuara su camino. Entonces disfrutamos de un café. Tenía las manos que apenas las podía cerrar, la capa estaba mojada por todos lados. Sentía un frío infernal y aún percibo el sabor del café capuchino que me tomé esa tarde. Minutos después emprendimos el viaje a la redacción, donde le hice unas revisiones a mi nota que había enviado y me retiré. Pero sabía que el agua no nos daría tregua.

xxx.
El Stan siguió golpeando. A la mañana siguiente nos enviaron a una comunidad ubicada en el kilómetro 130, adelante de Los Encuentros, Sololá, donde había personas soterradas. Aquí continuó la Odisea.
Llegamos a Chimaltenango, donde compramos algunas provisiones para el camino, y emprendimos el viaje en una camioneta agrícola. En el kilómetro 89 encontramos el paso cerrado por un derrumbe. Había un sitio donde los vehículos bordeaban las toneladas de lodo sobre la carretera asfaltada, pero un repentino aguacero cerró el improvisado paso en cuestión de segundos.
Dos tractores del Ministerio de Comunicaciones trabajaban a marchas forzadas para habilitarlo, por lo que le dijimos al piloto que esperara y nos alcanzara en cuanto estuviera abierto.
Mientras tanto, con Adolfo Mejía empezamos a caminar. Pasamos sobre un enorme lodazal donde las botas se quedaban prendidas. Aún así, con el riesgo de que nos cayera encima una correntada de lodo, avanzamos hasta encontrar el otro lado de la carretera despejada. En un restaurante estaba el picop de Nuestro Diario. Hablamos con Mario Morales, William Meoño y Edward Morales, quienes se dirigían hacia el lugar de la tragedia. Nos dijeron que un kilómetro más adelante había otro derrumbe y que no habían podido pasar. Les contamos que la Dirección de Caminos estaba trabajando para habilitar el paso, así que lo mejor era que su picop nos llevara hasta donde se pudiera. Si había otro derrumbe, lo pasábamos caminando esperando que la suerte nos acompañara para ver si alguien nos llevaba al poblado más próximo.
― Tenemos obligación de llegar, así que haremos lo posible por hacerlo ― les dije.
Así lo hicimos. Justamente a un kilómetro nos encontramos con otro derrumbe. Lo pasamos, pero al otro lado no encontramos a nadie que nos llevara. Seguimos la caminata en medio de una pertinaz lluvia, y sobre ríos de agua sucia que corrían sobre la carretera. A cada instante se desprendía tierra, por lo que caminamos en la orilla por si había necesidad de buscar refugio.
Caminamos cerca de cinco kilómetros hasta que encontramos otro derrumbe. Una máquina retiraba toneladas de lodo. Atravesamos el montículo y caminamos otros dos kilómetros hasta que un campesino que manejaba un su picop nos hizo el favor de llevarnos hasta la compañía de los bomberos Voluntarios en Chupol.
Los socorristas dijeron que ellos llevaban lazos, palas y azadones para apoyar en la labor de rescate en la comunidad, así que no tuvieron inconveniente en llevarnos. En el kilómetro 98 encontramos otro derrumbe, que, incluso, había arrastrado un autobús extraurbano que llevaba pasajeros y hasta se había metido en una casa. Por fortuna hubo heridos pero nadie murió.
Cuando estuvo habilitado el paso, abordamos la ambulancia que nos llevó a la comunidad en el kilómetro 130. En el lugar cuadrillas de campesinos, vecinos y bomberos de otros lugares ayudaban en el rescate de los cadáveres. Era una escena terrible, mujeres que sollozaban y varios hombres con sus azadones, palas y piochas removían los escombros para rescatar los cuerpos. Un grupo de mujeres se dedicaron a calentar café en sus ollas de barro, hacer comida y en algunos casos ayudar para desenterrar.
En vasos plásticos nos dieron café y nos ofrecieron chuchitos. Estaban buenísimos, no sé si era porque no habíamos comido en todo el camino y el hambre todo lo puede, pero me los devoré sin decir más. No pude expresar mi gratitud ni hacer el comentario de lo exquisito que estaban, porque los de la comunidad estaban conmovidos. No estaban para formalidades.
A las cinco de la tarde salimos a buscar un sitio para transmitir la información. Pero nos dijeron que no había electricidad ni allí ni en toda la cabecera departamental de Sololá. Para entonces los pilotos ya estaban en Los Encuentros, por lo que optamos por regresar a la capital para no quedar atrapados si seguían los desprendimientos de tierra en los cerros. Como el agua no cedía, a cada momento la carretera quedaba bloqueada. Parecía el fin del mundo.
No recuerdo en qué kilómetro nos detuvimos por 20 minutos hasta que una máquina habilitó el paso. Un kilómetro más adelante otro alud cerró el paso. No había terminado el tractor de retirar la tierra, cuando se produjo otro deslave. Al no poder pasar, regresamos a Los Encuentros para ver si podíamos avanzar a Quetzaltenango. Nos topamos con más derrumbes. Dejamos a los pilotos otra vez, y caminamos dos kilómetros para llegar a un lugar donde estaban abriendo el camino. Un picop nos cobró Q5.00 a cada uno para llevarnos hacia el poblado más cercano, y nos dijeron que debíamos buscar quien nos llevara hacia Quetzaltenango. Sin embargo, nuestro deseo se vio frustrado con otro derrumbe. Nos bajamos para caminar y creo que anduvimos un kilómetro hasta que el dueño de otro picop accedió a llevarnos. Otro bloqueo nos hizo detenernos. En lo que estaba sentado en la palangana, meditando un poco de cómo hacer para transmitir, se oyó un gran estruendo. Nos dijeron que el cerro se nos venía encima. Sólo recuerdo que me agarré la capa como si me dispusiera a volar y de un salto ya estaba en el asalfato, dispuesto a correr hacia donde se pudiera. Sentí como el pulso se me aceleró, el corazón me empezó latir. Sentí miedo. El instinto de conservación me decía que huyera. Pero recobré la calma, pues recorde un programa de televisión que recomendaban no entrar en pánico, pues afecta la presión sanguínea.
En eso me llamó la editora, Oneida Najarro, a quien le describí lo que estaba pasando, donde estábamos y que intentábamos pasar a Quetzaltenango para enviar las fotos. Ese era nuestro optimismo, pero la naturaleza era la que tenía la última palabra. Minutos después, a través de los automovilistas que esperaban con ansias seguir hacia sus destinos, nos enteramos que un puente estaba inhabilitado totalmente, así que el paso al departamento era imposible. Cada rostro mostraba preocupación, miedo. Pero todos estábamos atrapados.
Empezó a oscurecer. Tenía todo el cuerpo mojado, porque con cada subida y bajada de los picops, el agua había llegado hasta mis más íntimas entrañas. Cuando ya estaba oscuro, Mejía dijo que mejor regresáramos a pie. Caminamos unos 200 metros entre la oscuridad, hasta que caímos en la cuenta de lo peligroso que era, pues si había otro derrumbe ni íbamos a saber hacia donde correr para protegernos. En eso un camión retrocedió y le pedimos que nos llevara a Los Encuentros. Para entonces eran las 19:30 horas.
Al retornar, los neumáticos tiraban agua y rocas pero no hubo más obstáculos y en media hora estuvimos donde habíamos empezado. La lluvia seguía de compañía. El hambre empezó a traicionarnos por tanto caminar. En las humildes casetas que hay donde estábamos, vimos que estaba abierto un comedor con velitas en las mesas para alumbrarse.
Una mujer con su delantal y una pañoleta en la cabeza, nos salió al encuentro y preguntó que deseábamos comer.
― Sírvanos lo que tenga ― le dijimos. El hambre ahorita no quiere gustos.
Con mucha cortesía nos dijo que sólo tenía pollo asado y frijoles. Todos coincidimos en que estaba bien.
Mientras comía, con toda la ropa mojada y un frío que me llegaba hasta los huesos, pensaba la manera de cómo transmitir el material. Con mis compañeros nos sentíamos impotentes al ver que no podíamos hacer nada. No podíamos regresar a la capital, Sololá seguía sin electricidad y no podíamos pasar a Quetzaltenango. Practicamente estábamos en un callejón sin salida.
Al ver la hora, supimos que eran las 23:00 horas. Logramos, a través de un teléfono de señal Movistar de Edward Morales, al cual ya se le agotaba la batería, avisar de los últimos acontecimientos. Hablé con el editor de cierre, Rodolfo López, y le expliqué la situación en la que estábamos. Después decidimos buscar hotel, pero no encontramos así que fuimos a la casa del corresponsal de Prensa Libre, Édgar René Saenz, a quien le tocamos varias veces la puerta para despertarlo. Después de 20 minutos, entre el silencio del barrio porque los vecinos ya dormían, nos abrió desconcertado.
― Venimos literalmente a pedirte posada ―, le dije.
De inmediato nos dejó pasar, nos ubicó en unos dormitorios de sus hijas y nos proporcionó unos ponchos. Estábamos totalmente mojados, así que me quité el empapado pantalón de lona, en una mochila que llevaba saqué una playera y ropa interior para dejar la ropa mojada. Como éramos varios, logré aferrarme a un poncho. En el piso pusimos unas sábanas gruesas, y me tapé con el poncho. Aún vibraba por el frío, pero poco a poco el calor de la frazada empezó a calentarme el cuerpo. Fue así como después de varias bromas, fuimos cayendo dormidos. Que día… (continuará).

domingo, 25 de enero de 2009

Las amarguras de la Tormenta Stan


El Stan

Día 1: “El tiempo cada vez mejora, por lo que pronto tendremos nuestros acostumbrados días soleados”, dijo el presidente de la República, Oscar Berger, en conferencia de prensa en la base Naval del Pacífico aquella mañana del 5 de octubre de 2005. Fingía que la tormenta Stan se disipaba, y sugería que la población tendría un invierno normal.
Para los reporteros que escuchamos aquellas palabras, y que además cubríamos la emergencia, nos sonó divertido, pues en el casco urbano del Puerto de San José, en Escuintla, empezaban a notarse los estragos de la tormenta, y no era necesario hacer mucho, sólo caminar por las calles inundadas para ver que se iniciaba una tragedia.
Desde el domingo dos de octubre habíamos sentido la fuerza de la naturaleza. Estaba frente al televisor entretenido con un programa musical, cuando sonó mi teléfono celular. Vi. que era el número del diario. Eran como las 9:00 de la noche.
Se me ocurrió fingir que me habían despertado.
― Estoy durmiendo ―, dije.
Al otro lado del teléfono contestó Miriam Larra, la editora de turno, quien se reía.
― Disculpa, pero hay que salir—. Explicó que había que dirigirse al puerto, pues las lluvias habían aislado varias aldeas, aunque no pudo precisar cuantas ni cuales.
Es así como empezó un viaje que duró una semana. Al concluir, descubrí que fue toda una odisea. La aventura terminó en Panabaj, en Sololá; y conforme pasaron los días caí en la cuenta de lo arriesgado que fue.
Panabaj fue declarado camposanto, luego que apenas lograran sacar 77 cadáveres y las autoridades declararan el lugar inhabitable, con más de tres mil personas desaparecidas.

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La noche que emprendimos el viaje al Puerto la lluvia no daba tregua. Cuando llegamos al área urbana eran aproximadamente la 00:30 de la madrugada. Lo que hicimos fue acercarnos a la compañía de bomberos Voluntarios, y el socorrista que nos atendió nos indicó que el lugar más afectado estaba al lado de la vieja carretera al Puerto.
Con Adolfo Mejía, con quien cubríamos la nota roja en esa fecha, analizamos que la lluvia estaba fuerte y llegar en oscuras era un peligro, pues decían que el río estaba desbordado, por lo que decidimos salir en cuanto amaneciera. Le dijimos al piloto que buscara un lugar para estacionarnos, para dormir un poco mientras llegaba la claridad.
En eso vimos un picop con la insignia de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), y en su interior dormían dos empleados de la entidad. Le dimos unos golpes al vidrio lateral del copiloto, y uno de los que allí descansaban lo bajó. Le dijimos que éramos periodistas y que nos interesaba llegar al sitio donde estaba la inundación.
― Nos respondió que ellos tenían la ubicación, pero a ellos se les había descompuesto el picop, y esperaban que les llegara apoyo ―.
Volvimos al carro, y decidimos con Mejía que lo ideal era buscar un hotel para tener un buen descanso y al amanecer salir de inmediato a ver el lugar.
En una pequeña cama del hotel en que nos hospedamos, escuchaba llover sin pausa. Lo que me venía a la mente era qué sucedería si se elevaba una enorme ola y nos sacudía con todo y la estructura del hotel. Aún así, logré que mi mente se disipara y logré conciliar el sueño.
Al tener claridad, hablamos por celular con los compañeros de Nuestro Diario, Armando Solórzano y Deccio Serrano. Nos reunimos en el parque del Puerto y desde allí nos dirigimos hacia las aldeas en la vieja carretera.
No logramos pasar más allá del kilómetro 181, porque había una enorme laguneta. Unas cuantas personas se animaron a atravesarla caminando o en bicicleta por la orilla. Parecía un diluvio, el agua no cesaba.
Vimos que se acercaba a la laguneta a un señor que llevaba en hombros un tambo plástico de cinco galones. Hacía cualquier intento por no caerse. Cuando se acercó a nosotros le peguntamos que llevaba, y nos respondió que leche y necesitaba aventurarse para ir a venderla.
― Necesito dinero para darle de comer a mi familia ―, dijo.
Después se asomó una mujer en bicicleta, y contestó que se dirigía al área urbana del puerto, pues trabajaba en el IGSS.
Después de ver todo esto, regresamos al área urbana. Para entonces las calles estaban convertidas en piscinas. Regresamos a la calle donde está la compañía de bomberos, y nos sorprendió ver que ellos mismos estaban evacuando sus unidades. Aunque en el segundo nivel dormían varias personas a quienes les habían dado albergue. El barrio frente al inmueble de los socorristas corría un enorme río que había inundado todas las casas y el caos se apoderaba poco a poco del viejo Puerto.
La gente empezó a sacar sus cosas, a salvar sus electrodomésticos y ver hacía qué lugar podían refugiarse. Las Bocabarras estaban tapadas y el mar estaba agitado, así que no había ninguna posibilidad de sacar las toneladas de agua. Era preocupante ver que no había ningún sitio a donde escapar. (seguirá).

lunes, 29 de diciembre de 2008

Feliz año 2009


Se aproxima el fin de año, y me ha resultado difícil escribir más de mis momentos emocionantes, y a veces amargos, que he vivido en la nota roja escribiendo para Prensa Libre. Pero a quienes les gusta mi blog, quiero desearles un buen inicio de año 2,009. Tengo en el tintero- me salió bonito, verdad?- otra de mis historias, pero creo que para cuando la tenga lista estaremos en el 2,009. Así que decidí mejor escribir algo para no perderme de vista y despedir este año que me dejó momentos muy bonitos. Adiós 2,008.
En este mes no tengo en mente que haya tenido que pasar alguna aventura. Lo que si recuerdo que el seis de enero del 2,000 fueron trasladados hacia su país 172 chinos indocumentados, en un boeing que voló desde Malaysia a Guatemala. Desde las 10:00 de la mañana de ese día, empleados de Aeronáutica Civil nos dijeron que tenían ordenes de no dejar entrar a nadie.
Momentos después ingresaron buses de la Policía Nacional Civil con los asiáticos, y agentes de las Fuerzas Especiales Policiales se colocaron en la entrada para vedar el paso a los reporteros que cubríamos la noticia. Deseosos de acercarnos para obtener fotografías e información del traslado, tuvimos que enfrentarnos con el grupo de agentes, quienes intentaron usar sus batones y quisieron botar a los fotógrafos para impedir que se hicieran las tomas. En algunos casos tuvieron que reprimirse, pues sabían que atacarían, sin razón, a los reporteros. Pero sacamos coraje para forcejear con ellos. Hubo empellones y empujones, pero rompimos el cerco policíaco y nos acercamos. Fue así como Antonio Jiménez, el fotógrafo que me acompañaba en la nota roja, hizo la fotografía de un chino que logró sacar las manos por la ventanilla del avión y nos mostró que estaba engrilletado. Después obligaron al extranjero a meter el cuerpo, cerraron la ventanilla y el avión empezó a movilizarse hacia la pista. Esa era la parte que las autoridades querían ocultar.
Los agentes de las FEP quisieron habernos golpeado y accionados su vocachas con gas lacrimógeno, el oficial al mando no se atrevió.
Saludos. Feliz Año.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Gracias







No es egocentrismo. En esta ocasión decidí escribir sobre este galardón para agradecer a Dios y a todas aquellas personas que me han felicitado por obtenerlo. Pero también no puedo dejar de lado en dar las gracias a mis colegas, amigos y compañeros con los que he compartido experiencias difíciles, amargas, a veces llenas de adrenalina, y que, cuando se es agradecido, no pueden dejarse de lado.
El galardón a la Trayectoria que me hizo Prensa Libre me llena de orgullo y es un verdadero honor. Por eso no puedo dejar de dedicárselo a mis hijos. También, aunque esté en algún lugar con Dios, a mi papá, quien siempre soñó con estar vivo para compartir un premio como este. A mi mamá y mis hermanos. También va para mis recordados amigos, que murieron en el cumplimiento de su deber, como lo son Roberto Martínez Castañeda, alias el Macho, muerto el 27 de abril de 2002 durante los violentos disturbios por el alza al pasaje urbano, y que me acompañó durante dos años y medio como fotógrafo en la nota roja. Como olvidar a Héctor Ramírez, alias el X, a quien recuerdo con mucho cariño, pues parece que fue ayer cuando a las 6:50 de la mañana nos hablábamos para analizar como se visualizaba la mañana y si había alguna información vertida por los socorristas o la Policía. La mañana que perdió la vida en al llamado Jueves Negro, el 24 de julio de 2003, me dijo lo que todo reportero de nota roja dice: “Hoy parece que se va a poner bueno, vamos a tener acción”. Sin saber que ese día se convertiría en víctima de un grupo de delincuentes.
Mencionar nombres es discriminar a los que viven y sienten el periodismo con pasión. Quizá algunos no aparezcan en estas fotografías, pero saben que los momentos vividos nadie nos los quita. Saludos a todos.