jueves, 29 de enero de 2009

La Odisea Stan





Dia 2: Capas, paraguas, jeans, playera y botas era el atuendo usual para el segundo día que la tormenta Stan había tocado tierras guatemaltecas en aquel octubre de 2005. Esa mañana regresamos al Puerto de San José. El presidente Óscar Berger se había reunido con efectivos del Ejército en la Base Naval del Pacífico, gente de la Conred y otros funcionarios, y fue cuando hizo su considerado comentario de que pronto estaría el día soleado.
El agua seguía sin dar tregua. El presidente hizo una inspección del área urbana del Puerto. Por orgullo, o buen político, se bajó de su vehículo blindado en una de las calles y caminó entre el agua, que le cubrió hasta las rodillas. Llevaba botas vaqueras, las que le resultaron pesadas al llenárseles de agua. Pensé en las infecciones que podía causarse por eso, pero también lo resolví mentalmente en que un viaje a Miami, Estados Unidos, era suficiente para que un especialista se los sanara.
Los vehículos en los que se transportaban varios periodistas, incluido en el que viajábamos, así como el del presidente y sus escoltas, obligaba al agua a entrar con gran fuerza a las humildes viviendas ya inundadas en la entrada al Puerto. El presidente ordenó que la Conred hiciera su mejor esfuerzo para evacuar a toda la población si era necesario. Creo que fue entonces cuando vio la caótica situación.
Lo seguimos hasta unas lujosas viviendas en el Puerto, donde dos tractores trabajaron dos horas y media para hacer una brecha que permitiera drenar el agua que mantenía inundadas aquellas residencias hacia al mar. El día estaba nublado y la lluvia seguía persistente.
Como a las 3 de la tarde buscamos un lugar para transmitir la información al diario. Los comedores estaban abiertos. Los pobladores trataban de seguir su vida normal, pero no había turistas. La gente estaba parada en la puerta o cerca de una viga de bambú o palmera viendo con desconsuelo que no había ningún comensal. Las que hacen tortillas pusieron sus comales y se dedicaron a trabajar. Uno que otro vecino llegaba a comprarles.
Una hora y media después nos avisaron que el presidente visitaría otras áreas donde había más damnificados. No recuerdo porqué el piloto que nos transportaba no estaba con nosotros, así que nos subimos a la palangana del picop de Nuestro Diario rápidamente. A toda velocidad salimos del pueblo, mientras los neumáticos del vehículo levantaba grandes olas a su paso.
Al salir del Puerto, el Presidente cambió de ruta. Tomaron toda la autopista de regreso a la capital. Sin embargo, como en ese momento no lo sabíamos, seguimos la caravana que lo escoltaba y en la palangana del picop nos caía agua por todas partes. Por la velocidad del vehículo, no nos quedaba más que refugiarnos con nuestras capas y esperar a que se detuviera en algún lugar. Finalmente el piloto de Nuestro Diario se detuvo pasado el peaje de la autopista de Palín-Escuintla, y dejamos que el mandatario continuara su camino. Entonces disfrutamos de un café. Tenía las manos que apenas las podía cerrar, la capa estaba mojada por todos lados. Sentía un frío infernal y aún percibo el sabor del café capuchino que me tomé esa tarde. Minutos después emprendimos el viaje a la redacción, donde le hice unas revisiones a mi nota que había enviado y me retiré. Pero sabía que el agua no nos daría tregua.

xxx.
El Stan siguió golpeando. A la mañana siguiente nos enviaron a una comunidad ubicada en el kilómetro 130, adelante de Los Encuentros, Sololá, donde había personas soterradas. Aquí continuó la Odisea.
Llegamos a Chimaltenango, donde compramos algunas provisiones para el camino, y emprendimos el viaje en una camioneta agrícola. En el kilómetro 89 encontramos el paso cerrado por un derrumbe. Había un sitio donde los vehículos bordeaban las toneladas de lodo sobre la carretera asfaltada, pero un repentino aguacero cerró el improvisado paso en cuestión de segundos.
Dos tractores del Ministerio de Comunicaciones trabajaban a marchas forzadas para habilitarlo, por lo que le dijimos al piloto que esperara y nos alcanzara en cuanto estuviera abierto.
Mientras tanto, con Adolfo Mejía empezamos a caminar. Pasamos sobre un enorme lodazal donde las botas se quedaban prendidas. Aún así, con el riesgo de que nos cayera encima una correntada de lodo, avanzamos hasta encontrar el otro lado de la carretera despejada. En un restaurante estaba el picop de Nuestro Diario. Hablamos con Mario Morales, William Meoño y Edward Morales, quienes se dirigían hacia el lugar de la tragedia. Nos dijeron que un kilómetro más adelante había otro derrumbe y que no habían podido pasar. Les contamos que la Dirección de Caminos estaba trabajando para habilitar el paso, así que lo mejor era que su picop nos llevara hasta donde se pudiera. Si había otro derrumbe, lo pasábamos caminando esperando que la suerte nos acompañara para ver si alguien nos llevaba al poblado más próximo.
― Tenemos obligación de llegar, así que haremos lo posible por hacerlo ― les dije.
Así lo hicimos. Justamente a un kilómetro nos encontramos con otro derrumbe. Lo pasamos, pero al otro lado no encontramos a nadie que nos llevara. Seguimos la caminata en medio de una pertinaz lluvia, y sobre ríos de agua sucia que corrían sobre la carretera. A cada instante se desprendía tierra, por lo que caminamos en la orilla por si había necesidad de buscar refugio.
Caminamos cerca de cinco kilómetros hasta que encontramos otro derrumbe. Una máquina retiraba toneladas de lodo. Atravesamos el montículo y caminamos otros dos kilómetros hasta que un campesino que manejaba un su picop nos hizo el favor de llevarnos hasta la compañía de los bomberos Voluntarios en Chupol.
Los socorristas dijeron que ellos llevaban lazos, palas y azadones para apoyar en la labor de rescate en la comunidad, así que no tuvieron inconveniente en llevarnos. En el kilómetro 98 encontramos otro derrumbe, que, incluso, había arrastrado un autobús extraurbano que llevaba pasajeros y hasta se había metido en una casa. Por fortuna hubo heridos pero nadie murió.
Cuando estuvo habilitado el paso, abordamos la ambulancia que nos llevó a la comunidad en el kilómetro 130. En el lugar cuadrillas de campesinos, vecinos y bomberos de otros lugares ayudaban en el rescate de los cadáveres. Era una escena terrible, mujeres que sollozaban y varios hombres con sus azadones, palas y piochas removían los escombros para rescatar los cuerpos. Un grupo de mujeres se dedicaron a calentar café en sus ollas de barro, hacer comida y en algunos casos ayudar para desenterrar.
En vasos plásticos nos dieron café y nos ofrecieron chuchitos. Estaban buenísimos, no sé si era porque no habíamos comido en todo el camino y el hambre todo lo puede, pero me los devoré sin decir más. No pude expresar mi gratitud ni hacer el comentario de lo exquisito que estaban, porque los de la comunidad estaban conmovidos. No estaban para formalidades.
A las cinco de la tarde salimos a buscar un sitio para transmitir la información. Pero nos dijeron que no había electricidad ni allí ni en toda la cabecera departamental de Sololá. Para entonces los pilotos ya estaban en Los Encuentros, por lo que optamos por regresar a la capital para no quedar atrapados si seguían los desprendimientos de tierra en los cerros. Como el agua no cedía, a cada momento la carretera quedaba bloqueada. Parecía el fin del mundo.
No recuerdo en qué kilómetro nos detuvimos por 20 minutos hasta que una máquina habilitó el paso. Un kilómetro más adelante otro alud cerró el paso. No había terminado el tractor de retirar la tierra, cuando se produjo otro deslave. Al no poder pasar, regresamos a Los Encuentros para ver si podíamos avanzar a Quetzaltenango. Nos topamos con más derrumbes. Dejamos a los pilotos otra vez, y caminamos dos kilómetros para llegar a un lugar donde estaban abriendo el camino. Un picop nos cobró Q5.00 a cada uno para llevarnos hacia el poblado más cercano, y nos dijeron que debíamos buscar quien nos llevara hacia Quetzaltenango. Sin embargo, nuestro deseo se vio frustrado con otro derrumbe. Nos bajamos para caminar y creo que anduvimos un kilómetro hasta que el dueño de otro picop accedió a llevarnos. Otro bloqueo nos hizo detenernos. En lo que estaba sentado en la palangana, meditando un poco de cómo hacer para transmitir, se oyó un gran estruendo. Nos dijeron que el cerro se nos venía encima. Sólo recuerdo que me agarré la capa como si me dispusiera a volar y de un salto ya estaba en el asalfato, dispuesto a correr hacia donde se pudiera. Sentí como el pulso se me aceleró, el corazón me empezó latir. Sentí miedo. El instinto de conservación me decía que huyera. Pero recobré la calma, pues recorde un programa de televisión que recomendaban no entrar en pánico, pues afecta la presión sanguínea.
En eso me llamó la editora, Oneida Najarro, a quien le describí lo que estaba pasando, donde estábamos y que intentábamos pasar a Quetzaltenango para enviar las fotos. Ese era nuestro optimismo, pero la naturaleza era la que tenía la última palabra. Minutos después, a través de los automovilistas que esperaban con ansias seguir hacia sus destinos, nos enteramos que un puente estaba inhabilitado totalmente, así que el paso al departamento era imposible. Cada rostro mostraba preocupación, miedo. Pero todos estábamos atrapados.
Empezó a oscurecer. Tenía todo el cuerpo mojado, porque con cada subida y bajada de los picops, el agua había llegado hasta mis más íntimas entrañas. Cuando ya estaba oscuro, Mejía dijo que mejor regresáramos a pie. Caminamos unos 200 metros entre la oscuridad, hasta que caímos en la cuenta de lo peligroso que era, pues si había otro derrumbe ni íbamos a saber hacia donde correr para protegernos. En eso un camión retrocedió y le pedimos que nos llevara a Los Encuentros. Para entonces eran las 19:30 horas.
Al retornar, los neumáticos tiraban agua y rocas pero no hubo más obstáculos y en media hora estuvimos donde habíamos empezado. La lluvia seguía de compañía. El hambre empezó a traicionarnos por tanto caminar. En las humildes casetas que hay donde estábamos, vimos que estaba abierto un comedor con velitas en las mesas para alumbrarse.
Una mujer con su delantal y una pañoleta en la cabeza, nos salió al encuentro y preguntó que deseábamos comer.
― Sírvanos lo que tenga ― le dijimos. El hambre ahorita no quiere gustos.
Con mucha cortesía nos dijo que sólo tenía pollo asado y frijoles. Todos coincidimos en que estaba bien.
Mientras comía, con toda la ropa mojada y un frío que me llegaba hasta los huesos, pensaba la manera de cómo transmitir el material. Con mis compañeros nos sentíamos impotentes al ver que no podíamos hacer nada. No podíamos regresar a la capital, Sololá seguía sin electricidad y no podíamos pasar a Quetzaltenango. Practicamente estábamos en un callejón sin salida.
Al ver la hora, supimos que eran las 23:00 horas. Logramos, a través de un teléfono de señal Movistar de Edward Morales, al cual ya se le agotaba la batería, avisar de los últimos acontecimientos. Hablé con el editor de cierre, Rodolfo López, y le expliqué la situación en la que estábamos. Después decidimos buscar hotel, pero no encontramos así que fuimos a la casa del corresponsal de Prensa Libre, Édgar René Saenz, a quien le tocamos varias veces la puerta para despertarlo. Después de 20 minutos, entre el silencio del barrio porque los vecinos ya dormían, nos abrió desconcertado.
― Venimos literalmente a pedirte posada ―, le dije.
De inmediato nos dejó pasar, nos ubicó en unos dormitorios de sus hijas y nos proporcionó unos ponchos. Estábamos totalmente mojados, así que me quité el empapado pantalón de lona, en una mochila que llevaba saqué una playera y ropa interior para dejar la ropa mojada. Como éramos varios, logré aferrarme a un poncho. En el piso pusimos unas sábanas gruesas, y me tapé con el poncho. Aún vibraba por el frío, pero poco a poco el calor de la frazada empezó a calentarme el cuerpo. Fue así como después de varias bromas, fuimos cayendo dormidos. Que día… (continuará).

domingo, 25 de enero de 2009

Las amarguras de la Tormenta Stan


El Stan

Día 1: “El tiempo cada vez mejora, por lo que pronto tendremos nuestros acostumbrados días soleados”, dijo el presidente de la República, Oscar Berger, en conferencia de prensa en la base Naval del Pacífico aquella mañana del 5 de octubre de 2005. Fingía que la tormenta Stan se disipaba, y sugería que la población tendría un invierno normal.
Para los reporteros que escuchamos aquellas palabras, y que además cubríamos la emergencia, nos sonó divertido, pues en el casco urbano del Puerto de San José, en Escuintla, empezaban a notarse los estragos de la tormenta, y no era necesario hacer mucho, sólo caminar por las calles inundadas para ver que se iniciaba una tragedia.
Desde el domingo dos de octubre habíamos sentido la fuerza de la naturaleza. Estaba frente al televisor entretenido con un programa musical, cuando sonó mi teléfono celular. Vi. que era el número del diario. Eran como las 9:00 de la noche.
Se me ocurrió fingir que me habían despertado.
― Estoy durmiendo ―, dije.
Al otro lado del teléfono contestó Miriam Larra, la editora de turno, quien se reía.
― Disculpa, pero hay que salir—. Explicó que había que dirigirse al puerto, pues las lluvias habían aislado varias aldeas, aunque no pudo precisar cuantas ni cuales.
Es así como empezó un viaje que duró una semana. Al concluir, descubrí que fue toda una odisea. La aventura terminó en Panabaj, en Sololá; y conforme pasaron los días caí en la cuenta de lo arriesgado que fue.
Panabaj fue declarado camposanto, luego que apenas lograran sacar 77 cadáveres y las autoridades declararan el lugar inhabitable, con más de tres mil personas desaparecidas.

XXX

La noche que emprendimos el viaje al Puerto la lluvia no daba tregua. Cuando llegamos al área urbana eran aproximadamente la 00:30 de la madrugada. Lo que hicimos fue acercarnos a la compañía de bomberos Voluntarios, y el socorrista que nos atendió nos indicó que el lugar más afectado estaba al lado de la vieja carretera al Puerto.
Con Adolfo Mejía, con quien cubríamos la nota roja en esa fecha, analizamos que la lluvia estaba fuerte y llegar en oscuras era un peligro, pues decían que el río estaba desbordado, por lo que decidimos salir en cuanto amaneciera. Le dijimos al piloto que buscara un lugar para estacionarnos, para dormir un poco mientras llegaba la claridad.
En eso vimos un picop con la insignia de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), y en su interior dormían dos empleados de la entidad. Le dimos unos golpes al vidrio lateral del copiloto, y uno de los que allí descansaban lo bajó. Le dijimos que éramos periodistas y que nos interesaba llegar al sitio donde estaba la inundación.
― Nos respondió que ellos tenían la ubicación, pero a ellos se les había descompuesto el picop, y esperaban que les llegara apoyo ―.
Volvimos al carro, y decidimos con Mejía que lo ideal era buscar un hotel para tener un buen descanso y al amanecer salir de inmediato a ver el lugar.
En una pequeña cama del hotel en que nos hospedamos, escuchaba llover sin pausa. Lo que me venía a la mente era qué sucedería si se elevaba una enorme ola y nos sacudía con todo y la estructura del hotel. Aún así, logré que mi mente se disipara y logré conciliar el sueño.
Al tener claridad, hablamos por celular con los compañeros de Nuestro Diario, Armando Solórzano y Deccio Serrano. Nos reunimos en el parque del Puerto y desde allí nos dirigimos hacia las aldeas en la vieja carretera.
No logramos pasar más allá del kilómetro 181, porque había una enorme laguneta. Unas cuantas personas se animaron a atravesarla caminando o en bicicleta por la orilla. Parecía un diluvio, el agua no cesaba.
Vimos que se acercaba a la laguneta a un señor que llevaba en hombros un tambo plástico de cinco galones. Hacía cualquier intento por no caerse. Cuando se acercó a nosotros le peguntamos que llevaba, y nos respondió que leche y necesitaba aventurarse para ir a venderla.
― Necesito dinero para darle de comer a mi familia ―, dijo.
Después se asomó una mujer en bicicleta, y contestó que se dirigía al área urbana del puerto, pues trabajaba en el IGSS.
Después de ver todo esto, regresamos al área urbana. Para entonces las calles estaban convertidas en piscinas. Regresamos a la calle donde está la compañía de bomberos, y nos sorprendió ver que ellos mismos estaban evacuando sus unidades. Aunque en el segundo nivel dormían varias personas a quienes les habían dado albergue. El barrio frente al inmueble de los socorristas corría un enorme río que había inundado todas las casas y el caos se apoderaba poco a poco del viejo Puerto.
La gente empezó a sacar sus cosas, a salvar sus electrodomésticos y ver hacía qué lugar podían refugiarse. Las Bocabarras estaban tapadas y el mar estaba agitado, así que no había ninguna posibilidad de sacar las toneladas de agua. Era preocupante ver que no había ningún sitio a donde escapar. (seguirá).