jueves, 18 de septiembre de 2008

Entre balas


La carretera interamericana parecía interminable aquella mañana del 9 de enero de 2005. Cada vez que podía, observaba el aspirómetro (medidor de velocidad) del vehículo que conducía y me admiraba de ver que llegaba a 120 kilómetros por hora. Mynor De León, el fotógrafo que esa mañana me habían asignado para cubrir la nota roja, escuchaba callado los avances de las noticias en Emisoras Unidas, y algunas veces, cambiaba a Radio Sonora, para enterarse de qué sucedía. Estaba ansioso por llegar.
El caso es que por toda la carretera Interamericana era trasladado un enorme cilindro de más de 50 tonelada de peso, por un furgón con un motor superpotente que abarcaba casi toda la carretera y que tenía como destino llegar a una aldea en San Marcos, donde funciona la empresa Montana, encargada de explotar metales preciosos.
“Miles de pobladores se encuentran en las orillas de la carretera, lanzando toda clase de objetos contra la Policía que ha respondido con gases lacrimógenos, mientras un camión del Ejército escolta el cilindro”, decía uno los reporteros de radio.
El presidente de la República, Oscar Berger, había dicho esa misma mañana: “El cilindro pasa o pasa, hoy a como dé lugar”.
Habíamos preguntado varias veces si cubríamos el suceso, pero nos habían dicho que lo iba a hacer el corresponsal. Pero debido a que se había convertido en un enfrentamiento con la Policía, nos autorizaron subir.
Lo que más temía era no llegar a tiempo, de no lograr las fotos del bochinche, y responsabilizaba a mis jefes de no haberme permitido iniciar el viaje desde temprano.
Aun no recuerdo si me hice dos horas para llegar o menos, pero me detuve justamente en el kilómetro 120, en el mirador Las Nubes, porque allí habían varios efectivos de la Policía Nacional Civil y del Ejército, con equipo antidisturbios, apostados, esperando a recibir ordenes para avanzar. El cilindro hacía varios minutos que había seguido su camino.
Antes de llegar al mirador, pasamos por varias aldeas que parecían zonas de guerra devastadas. Incluso pasábamos algunos obstáculos y me sorprendí al ver que una ambulancia de la Cruz Roja estaba con las llantas desinfladas. Insisto, parecía zona de guerra.
En el mirador las Nubes, colegas de otros medios conversaban y contaban chistes para disipar la tensión. Me acerqué a saludarlos y a preguntarles como estaba la situación, y dónde estaba el cilindro. Unos me dijeron que ya iba adelante, pero que no podían pasar porque, a cada intento, les disparaban desde la montaña y estaban colocadas barricadas, como un campo de batalla.
Habrían pasado unos 10 minutos desde que llegué, posiblemente eran las 10.30 horas, cuando vi que un pelotón del Ejército se colocó en la carretera con la intención de avanzar. Me acerqué y un coronel -lo supe por sus tres estrellas bordadas en cada hombro- con uniforme camuflado me dijo directamente: “Nosotros vamos a avanzar, si ustedes se animan, nos pueden acompañar”.
Respondí: “Por supuesto, nosotros lo seguimos”.
Empezamos a caminar tras de ellos y empezó el lanzamiento de piedras y la respuesta del gas lacrimógeno. Sin embargo, hicieron retroceder a los inconformes, que llevaban camisas sobre la cara simulando capuchas.
Atrás del pelotón antidisturbios, empezó a avanzar un camión del Ejército que en la parte de atrás llevaba dos francotiradores, listos para abrir fuego con sólo recibir la orden de un teniente que se encontraba abordo. En eso me recordé que no podía dejar el carro en el mirador, pues corría el riesgo de que lo quemaran.
Decidí ir a traerlo y arriesgarme a pasarlo con el contingente. Total, dejarlo era riesgoso, aunque varios compañeros dejaron los vehículos de sus empresas en ese lugar, a expensas de que los destruyeran.
Empecé a avanzar con el carro, pegado al camión militar, mientras que Mynor caminaba con el pelotón que lanzaba gas lacrimógeno. Atrás de mí estaba el carro de Nuestro Diario, al cual le destruyeron un vidrio de una pedrada y una perforación de bala en el lado derecho. Los inconformes se ocultaban entre la maleza para lanzar piedras, hacer disparos incluso con fusiles de asalto con el objetivo de impedir que el escuadrón caminara para dar más protección el cilindro que avanzaba inexorablemente. Por el peso se desplazaba despacio, pero seguía su ruta.
Cuando llegamos a Los Encuentros, para seguir la ruta a Cuatro Caminos, vimos que allí ya se había producido una gran batalla. Había refrigeradores quemados, tirados en medio de la calle, un pequeño camión incendiado. Basura esparcida, los negocios cerrados y a lo lejos se escuchaba el ruido de las detonaciones de armas de fuego.
Finalmente alcanzamos al cilindro, y entonces pudimos ver lo que sucedía alrededor del cilindro. Técnicos electricistas quitaban el alambrado público para permitir el paso del pesado metal, y cuando pasaba en su totalidad, de inmediato volvían a hacer las conexiones. Los electricistas eran resguardados por militares y agentes de las Fuerzas Especiales Policiales, pues los inconformes trataban de bajarlos de los postes lanzando objetos o disparando. Una vez pasado el poblado, siguió la batalla. Un grupo de soldados fue enviado hacia una loma.
Se abrieron en abanico apuntando con sus fusiles galil. Tenían órdenes de disparar si era necesario. Se internaron en el pequeño cerro y cuando no los pude ver, se escucharon las ráfagas. Los dos francotiradores que estaban en el camión se ponían tan nerviosos que por momentos intentaron disparar, aunque no sabían a quien. Lo que hice fue pegarme lo más que pude al camión para evitar que una bala o una piedra dañara el vehículo. Lo que tenía que evitar era que un balazo penetrara el motor, pues allí se acabaría la comodidad y sin remedio tenía que dejarlo para que terminaran de destruirlo. El otro temor que tenía era que lanzaran algún artefacto explosivo.
Seguimos avanzando, no me percaté de la hora. Desde lo alto de un cerro, los manifestantes, conocedores del terreno, y en algunos casos muchos de ellos ex guerrilleros, lanzaron bombas pirotécnicas de gran potencia contra los agentes, y algunos resultaron lesionados. La Policía respondió con sus fusiles, sin pensar a quien podían herir. Incluso, un campesino murió al ser alcanzado por una bala, sin que nadie se hiciera responsable del crimen.
En el camino, los manifestantes tomaron por asalto un furgón de gaseosas, el cual incendiaron. Estaban tiradas cajas con envases y esparcidos vidrios de botellas quebradas en la carretera. El pesado trailer que llevaba el cilindro estaba adaptado para remover lo que fuera en la carretera para continuar su camino. Hizo a un lado el furgón y varios agentes que caminaban junto al automotor, con sus armas y equipo para lanzar bombas lacrimógenas, aprovecharon para tomarse una gaseosa y guardar para el camino. Decían que si se les agotaban las provisiones del vital líquido, al menos llevaban las gaseosas.
El convoy, seguido de unos 700 agentes de la Policía y unos 100 efectivos del Ejército, continuaba su paso sin saber que les esperaba en el camino. En otras poblaciones se produjeron más enfrentamientos. Esta vez más fuertes. Aún recuerdo que justamente cuando timbró mi celular, un agente se lanzó al suelo y soltó la ráfaga de su fusil AK-47. Contesté apresurado y supe que era un camarógrafo del noticiero Guatevisión, que deseaba saber cuán difícil estaba la situación. Le respondí que estaba en medio de una balacera y que me hablara después. Mientras decía esto, le puse freno de mano al carro, lo dejé encendido, abrí la puerta y me lancé al suelo. Logré ver que otros de mis compañeros estaban en la orilla de la carretera tirados, para evitar ser alcanzados por una bala.
En esta otra población, ubicada en el kilómetro 130.5, los manifestantes habían atravesado e incendiado un furgón cargado de cerveza. Eran las 13.45 horas. La carretera se llenó de humo de gas lacrimógeno que imposibilitaba la visibilidad y la respiración y se escuchaban detonaciones por todos lados, era para crisparse los nervios.
Los campesinos estaban atrincherados como si fuera una batalla durante el conflicto armado y su artillería era desde piedras lanzadas con ondas, hasta disparos con fusil y escopeta. De hecho, oficiales de alto rango del Ejército hicieron ver que parecía una táctica logística guerrillera, pues los que impedían el paso del enorme y pesado cilindro estaban colocados en áreas estratégicas para no dejarse ver. Luego de librar esta batalla, el siguiente paso fue que el enorme furgón tuvo que remover enormes rocas o quitar pesados troncos de árboles.
Dos kilómetros después había un bus urbano quemado. En la aldea Xajuyá, de Sololá, miembros de la Procuraduría de Derechos Humanos pusieron en resguardo a por lo menos 80 pasajeros de buses extraurbanos que se dirigían de Quetzaltenango a la ciudad capital. Marina Reyna, una de las pasajeras, indicó que no habían comido ni tomado agua, y las mujeres y los niños que viajaban en los buses estaban temerosos que los agarraran de rehenes. Dijeron que los líderes del movimiento les habían impedido a los pobladores que les vendieran agua y comida.
A través de las radios locales se escuchó a la alcaldesa Dominga Vásquez decir que no era la responsable de haber organizado a los campesinos para que colocaran barricadas e impidieran el paso del cilindro.
Las horas fueron pasando y la tarde poco a poco se extinguía. El último tramo fue el más peligroso y quizá el más agitado, con el furgón a 20 kilómetros por hora y con la complicidad de la noche, los campesinos volvieron atacar el convoy que resguardaba el cilindro.
Antes de pasar el puente Argueta, había un enorme agujero hecho posiblemente con alguna carga explosiva, y los trabajadores de la empresa propietaria del cilindro tuvieron que rellenarlo para que continuara el camino.
En medio de la oscuridad se escuchaban las ensordecedoras detonaciones de las vocachas para lanzar gas lacrimógeno de la Policía y las ráfagas de armas de fuego de diferente calibre. La Policía respondió lanzando gas lacrimógeno y por supuesto con disparos. Los residuos del gas lacrimógeno provocó que se incendiara la maleza en las montañas y eso sirvió para tener visibilidad, ya que los agentes al mando pidieron que todos los vehículos apagaran las luces para que no sirvieran de blanco para los atacantes. Incluso varios agente antidisturbios se pegaron al vehículo que conducía y me advirtieron que el carro les serviría de protección si los atacaban. "Le vamos a dar tiempo para que salga y se cubra", dijo un oficial.
Los agentes cansados se turnaban para sentarse en los pick ups o en la plataforma del furgón o dentro del enorme cilindro. La travesía continuaba. Finalmente, cuando estaban por acercarse a cuatro caminos, a eso de las 19 horas, los reporteros que cubrimos estos sucesos abandonamos el convoy para adelantarnos y bajar a Quetzaltenango, para enviar nuestra información. No hubo más peligro, ya nadie más atacó en el trayecto el cilindro, ni trató de impedir su paso.
El resultado fue la muerte de un campesino y 12 agentes lesionados, pero el pesado metal llegó a su destino al siguiente día.

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