jueves, 9 de octubre de 2008

El Plan Gavilán


Un recipiente de peltre hervía con café sobre la fogata. Julián Morales Blanco, quien se había fugado ― el 22 de octubre de 2005― de la cárcel de Alta Seguridad, conocida como el Infiernito, ubicada en Escuintla; sólo alcanzó a decirle a su compañero de fuga José María Maldonado que algo se movía entre la maleza. El frío de diciembre calaba los huesos, pero la luz del amanecer todavía no se divisaba.
Cuando intentaron reaccionar, los certeros disparos en la cabeza acabaron con sus vidas. Estaban en una cueva en un olvidado caserío de la aldea El Cuje, en Santa María Ixhuatán, Santa Rosa. Los potentes fusiles AK-47 apenas se enfriaban, y la pólvora se esparcía con el viento cuando el oficial al mando le informó a su superior, el venezolano Víctor Rivera (ultimado a balazos en Vista Hermosa el 7 de abril de 2008), que la misión había sido un éxito.
En ese momento se empezó a divulgar la noticia. La información era que dos prófugos se habían enfrentado con agentes del comando de búsqueda de la Policía, que los habían rastreado en un caserío, como parte de las operaciones del Plan Gavilán.
Era miércoles uno de diciembre de 2005; la información se desplazó como la luz y las llamadas a los celulares de varios reporteros no se hizo esperar. Los que recibimos la alerta, empezamos por confirmar la información, luego la ubicación del lugar, y en mi caso al tener la certeza del sitio, esperar la autorización del editor para desplazarnos con el fotógrafo, y, por último, iniciar el viaje.
Para mi esta historia comenzó al sonar mi teléfono. Desperté y miré hacia la ventana de mi dormitorio. Estaba oscuro, pero caminé hacia al aparato, y con voz apagada contesté. Un jefe de la Policía me dijo lo ocurrido. No era necesario que le preguntara quien era, el trato era que sólo tenía que poner atención de lo que me decía.
― Está bien, gracias. Enterado― dije
A reflexionar iba cuando sonó otra vez el teléfono. Esta vez era Ángel Sas, reportero de Diario El Periódico.
― ¿Qué pasó Sasito? ―, le pregunté.
Me explicó lo mismo, pero me dijo que el suceso era en Pasaco, Jutiapa.
― Ellos los traen a la capital ―, me dijo.
Hice otras llamadas para confirmar. Me enteré de que los prófugos estaban muertos, lo cual hacía más importante la noticia. Pregunté a un comisario del comando de búsqueda donde había ocurrió, y me respondió que él estaba en el lugar, que había participado en la acción, por lo que no dudo en darme las indicaciones de cómo llegar.
Entonces llame a la que en ese entonces era mi editora, Oneida Najarro.
― Aló ―, me contestó.
―Hola One ―. Hay dos prófugos baleados en la aldea El Cuje, en Santa María Ixhuatán.
Me respondió que lo cubriéramos. Entonces me comuniqué con Emerson Diaz, el fotógrafo con quien habíamos hecho varias coberturas de sucesos por más de dos años. Acordamos reunirnos en el edificio de la Prensa Libre para iniciar el viaje. Abordamos un sedán verde asignado para cubrir la nota roja y nos encaminamos a gran velocidad hacia el lugar. En el camino compramos comida y la ingerimos mientras conducía.
Al llegar a Santa María, preguntamos por la aldea El Cuje. Nos indicaron por donde teníamos que seguir, pero nos recomendaron que al llegar a dicho lugar preguntáramos por el riachuelo Los Amates, pues este era donde estaban los cuerpos. La noticia había corrido hasta el área urbana con bastante exactitud.
En el Cuje un grupo de obreros nos mostró el cruce para continuar hacia Los Amates, y un campesino con sombrero y machete en el cinto nos pidió jalón.
― Si me llevan, les puedo indicar donde queda el lugar que preguntan―.
El sol brillaba y el vaho se hacía sentir a pesar del aire acondicionado del carro.
El campesino abordó el carro, y nos metimos en una carretera que con el rodaje de los neumáticos las piedras se estrellaban en la carrocería.
Con el típico hablado de oriente de nuestro pasajero, dijo que el caserío estaba bien lejos. Después de pasar varios lugares, me pidió que me detuviera frente a un enorme árbol.
― Sigan el camino, ese los llevará al caserío El Zope. Allí pregunten donde queda Los Amates ― señaló tomando su machete.
Seguimos la ruta hasta encontrar El Zope. Un mujer salió de una vivienda, y le pregunté por Los Amates. Dijo tomáramos el siguiente cruce, aunque nos advirtió que el carro no subiría, pues era demasiado empedrado. Además nos auguró una larga caminada. Tuvimos que vivirlo en carne propia para creerle.
Mientras dejaba el carro a un lado de la carretera, nos encontró el corresponsal Oswaldo Cardona, a bordo de un picop alquilado que nos llevó hasta el lugar donde estaba el camino hacia Los Amates. Como sabía que el carro se iba a quedar solo en la carretera, saqué la computadora portátil para llevármela y así evitar un robo.
Llegamos a donde había unos cuantos ranchos. Un hombre se nos acercó para indicarnos el camino, pero nos advirtió que estaba lejos a donde queríamos llegar, que se tenía que caminar demasiado y el sol estaba de muerte.
― Son por lo menos dos horas a pie de ida—dijo.

La Aventura

Decidimos avanzar. El hombre nos acompañó, a pesar de que sabía a lo que se metía, pero podía más la curiosidad que la razón. Empezamos a descender por una tortuosa vereda empedrada, que más parecía el lecho de un río. Atravesamos un cerro que nos llevó a un polvoriento camino que bordeaba un segundo cerro, el cual nos llevó hacia la orilla de un riachuelo y al caserío Los Amates. Para entonces habían pasado una hora con cuarenta y cinco minutos.
Las piernas me temblaban, mi respiración era profunda, y el sol era implacable. Sentía como el sudor me recorría la espalda y me humedecía la camisa.
Al desconocido (nunca le pregunté su nombre), cada vez que le preguntaba si estábamos cerca, respondía que faltaba media hora.
En el trayecto encontré a Carlos Andrino, alias Calucho, reportero del telenoticiero Notisiete, y Chentío, su camarógrafo. Seguimos el camino.
Aún no recuerdo cuanto tiempo transcurrió para que viéramos los primeros signos de vida, pero encontramos una casita de block (que no sé como le hicieron para llevar tanto material con tan difícil acceso) donde el chorro estaba abierto y el agua llenaba una pila.
Le dueña del inmueble nos permitió beber agua. Tomé una enorme palangana llena de agua, y tomé desesperadamente. Una vez recuperada la necesidad, me moje la cabeza, me lavé la cara cuantas veces pude y volví a tomar agua.
Una vez hidratados, les preguntamos cual era el camino que nos llevaba hacia donde estaban cadáveres. Salió del inmueble el esposo, nos saludó, y se unió a su cónyuge para señalarnos el potrero. A un lado estaba el camino que guiaba a un sendero.
―No hemos ido a ver, pero es como a diez minutos de aquí—.
Era otra vereda empedrada, pero más corta.

El refugio
Después de caminar varios minutos encontramos el refugio de los prófugos. Estaban tirados varios sobres de sopas, consomés y residuos de carne de gallina. El suelo ensangrentado daba testimonio de lo ocurrido. Los agentes del comando trasladaron los cuerpos hacia un terreno, en el cual aterrizó un helicóptero que trasladó los cadáveres a la morgue de Cuilapa, Santa Rosa.
Tomamos datos y observamos la escena del crimen y no dudamos que no hubo tal enfrentamiento. A pesar de que la Policía dijo que había incautado un revólver calibre .38.
Unos pobladores nos contarnos como había sido todo, cuanto tiempo llevaban los dos extraños ocultos en aquella cueva, y explicaron que un grupo de hombres armados, vestidos de negro, los habían matado en la madrugada.
Una vez terminado el trabajo de recolectar la información, nos dirigimos a donde estaba un humilde rancho, en el cual había aterrizado el aparato. El camino era igual de escabroso, e inclusive había que brincar enormes rocas. Esperábamos encontrar a Rivera para solicitarle que nos sacaran en el helicóptero, hasta la aldea donde habíamos emprendido el camino. Pero ya se había ido en la aeronave que se llevó los cadáveres.
Sólo encontramos a un policía con uniforme camuflado, que no descuidaba su fusil AK-47. Estaba recostado en una hamaca, esperando que regresaran a traerlo. Nos dijo que si teníamos que volver a pie, lo hiciéramos despacio, porque el sol estaba ardiente. Nos quedamos callados, pues esperábamos hablar con el piloto para que nos sacara de allí. Mientras llegaba, aprovechamos para bromear un poco con los compañeros, hablar sobre lo sucedido y a pensar lo difícil que sería volver a pie. Incluso, nos tomamos una foto del recuerdo.
El Policía nos sugirió que tomáramos un baño en el río.
―Eso los va a relajar para caminar ―.
Junto al ranchito estaba un improvisado comal, donde se calentaban unas cuantas tortillas, que hasta aquí ignoro si sus dueños pretendían comerlas tostadas o esperaban que se quemaran para hacer café. Supongo que el dueño, un anciano de unos 65 años, escuchó que iniciaríamos el largo viaje, por lo que sacó un su pequeño tambo plástico amarillo que contenía Cuxa. Dijo que tomáramos un trago, para tener energía para caminar.
Nos dio risa, pero unos tomaron para probar su sabor, por curiosidad, y otros para atender la sugerencia del productor del fermentado líquido.
Tras repartirse un poco de cuxita, los que quisieron, por supuesto, tomamos un baño. El agua estaba buenísima, calmó mis nervios un rato, y nos olvidamos de lo que nos esperaba.
Los otros compañeros, Deccio Serrano, Domingo Tercero y Armando Solórzano, de otros medios de comunicación, no esperaron más el helicóptero y emprendieron el camino. La verdad, hicieron lo correcto, aunque no lo que deseaban.

¿Golpe de suerte?
Confiamos en nuestra suerte. Nos vestíamos después del baño cuando escuchamos el motor de la aeronave. Todavía sin abotonarme la camisa, corrí hacia donde aterrizó y una enorme nube de polvo lo cubrió unos segundos. Observé como se acomodaba, con la ilusión que nos sacaría de aquel lugar.
El piloto se negó, dijo que tenía órdenes de recoger al agente y regresar a la capital. Ofreció llevarse a un reportero. Le dije a Emerson que subiera, pues yo tenía que regresar por el carro. Además él llevaba las fotos.
Con los de Notisiete, y el corresponsal (Cardona) empezamos lo inevitable; la caminata. Antes de emprender el trayecto, tomamos agua de un chorro en la escuela del caserío. En el patio del centro educativo había un montón de envoltorios de boquitas de todo tipo, pero ninguna tienda a la vista, y las ansias de un agua gaseosa se hacían más fuertes.
El corresponsal llenó una pachita con agua, cuyo líquido se extinguió en los primeros minutos de caminata. Por mi parte caminé hacia la casita donde tomamos agua cuando llegamos, para preguntarle a la dueña si tenía algo para comer.
Se quedó pensativa un instante y se metió a la casa. Cuando salió traía unas mandarinas y cuatro naranjas.
―¿Qué le debo?—.
―No es nada―.
Llevaba en la mano las frutas cuando encontré a Calucho, que empezaba a padecer con sus zapatos que se rompieron por la caminada. Se había puesto unos bejucos alrededor del zapato, pero no soportaron. Luego Cardona hizo una especie de correas de un abrigo de los reos que estaba tirado en el camino, pero tampoco funcionó. Las ampollas en sus pies no se hicieron esperar.
Le di una mandarina a cada uno y repartí una naranja entre los tres. Antes de que me vieran me había comido unas tres mandarinas, y aunque por un momento reconozco que me sentí culpable, me venció el instinto de conservación.
Empezó la travesía. Eran las 13.50 horas. El sol estaba en su más grande esplendor. Hasta parecía jactarse de nuestra desgracia. El corazón empezó a latirme, pero recordé que no debía entrar en pánico, ni en desesperación.
―Lo tomaré con calma, aunque me lleve 12 horas llegar arriba―, me dije. Si la situación se pone fea, donde encuentre señal de celular pido auxilio, pero por el momento no me dejaré vencer, pensé.
Cuando se agotaron las fuerzas tomamos un primer descanso. Dijimos cinco minutos, pero se transformaron en diez. Calucho se había quedado rezagado, con la agonía de sus zapatos. Caminamos otro poco, per según Cardona fueron tres minutos nada más. Reposamos en una pequeña sombra. No me senté, porque cada vez que lo hacía se me dificultaba tomar ritmo. Además, la computadora me hacía más difícil la situación.
A los 15 minutos reanudamos la caminata. Subir el primer cerro resultó lo más difícil, un tormento. Se mostraba ante nosotros como todo un señor, imponente. Nos llevó dos horas y media atravesarlo.
La sed nos debilitaba, los compañeros Notisiete empezaron a manifestar su pánico. El Chentío dijo con angustia. ¿Será que voy a salir vivo de aquí?.
―Me quedé dormido unos diez minutos y empecé a soñar babosadas, pero cuando desperté me vi en el mismo lugar― dijo Calucho.
―Quisiera haber pasado esta prueba cuando tenía 20 años, cuando saqué mi curso de Kaibil, dijo el corresponsal― mientras acariciaba su tatuaje en el brazo derecho.
Saqué valor para decirles que nadie se moriría, que tendríamos el coraje de llegar hasta arriba, que al siguiente día nos reiríamos al recordar todo como una anécdota, como parte de las tareas difíciles de un periodista. Me sirvió para reducir el pánico, pero también para no darnos por vencidos.
Caminamos según nuestras fuerzas. Para calmar la ansiedad, pensábamos que debíamos estar a corta distancia de un cerco, pues después de allí el terreno era más plano, lleno de vegetación, más fresco para caminar. Pero a cada trecho que avanzábamos y no veíamos la cima, nos desconcertaba, nos desilusionaba.
Una señora de unos 45 años, que se cubría con una sombrilla, acompañada de dos niños, apareció cuando habíamos tomado uno de tantos descansos. Un menor era de diez años, y el otro, según creo, de 11. Ambos calzaban botas de hule. La mujer llevaba puesto un vestido rosado pálido.
―¿Señores, como están?—
―¿Tiene agua doñita?― dijo Cardona.
―Llevo cafecito, porque el agua me hace mal, me hace vomitar―.
―¿Cuánto cree que nos falta?—, preguntó Cardona.
―¿Qué hora es?— cuestionó ella.
―Faltan diez minutos para las cuatro― respondió Cardona.
―Como a las cinco y media van a llegar al Zope. Uno se tantea, pero más o menos a esa hora creo―
―¿A dónde va?—intervino Calucho.
―A donde el doctor, porque vine a ver a una mi hija, pero me caí y me duele mucho la canilla. Ya me preocupé―
―Deplano tiene aire, pero está bien que la vea el doctor― dijo Cardona.
Nos vio por unos segundos en silencio (saber que pasó por su mente o que cara nos vio) y dijo: Bueno señores, hay nos vemos. Siguió avanzando a pesar del dolor en la pierna.
Los niños que habían estado callados se despidieron también, y a los cinco minutos que se alejaron volvimos a caminar. Nunca los volvimos ver.
Solórzano, que nos había sacado 25 minutos de ventaja, me contó después que a ellos los alcanzó y siguió su camino.
Cuando tuve señal en el celular, hablé con Juan Carlos Ramírez, en aquel entonces era reportero de la radio Emisoras Unidas.
―Mano; si desea ayudarnos, puede venir a encontrarnos, pero traiga agua. Eso nos ayudaría un montón—.
―No le prometo mucho, se acaban de ir los que tenían caballos. No se desespere, hay le cuento―.
En el trayecto me volvió a llamar, y con desconsuelo me dijo que se había encontrado a los primeros tres compañeros (Deccio, Armando y Mingo) que se habían acabado el agua que nos llevaba.
―Me quedé a esperarlos, mano― dijo.
Caminamos varios minutos hasta que al fin encontramos el fatídico cerco. Luego otro llegamos a cerco, que nos hizo recobrar el entusiasmo, aunque no nos redujo el cansancio.
Volvió a sonar el celular. Al contestar Juanca me dijo que había escuchado el rington del teléfono, lo que significaba que estábamos cerca de donde se encontraba.
―Están cerca maestro—, dijo con vos entusiasta.
Lo encontramos minutos después de caminar, fue una alegría verlo.
―Es usted el mejor amigo―, le dije.
Ayudó a Chentío con su cámara. Intentó tomar la computadora pero me negué, le dije que se agotaría innecesariamente. Le recomendé que guardara sus energías.
Emprendimos todos juntos el camino, ya más animados. La vegetación nos cubría del inclemente sol, y eso nos devolvió un poco de energía.
Cuando llegamos a la aldea faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. Media hora más de la pronosticada por la desconocida. Los pobladores nos miraron en silencio.
―Hay una tiendecita, muchá― dijo Juanca.
―¿Tiene jugos o aguas frías?—. Fue lo primero que pregunté..
―Las aguas están al tiempo, los jugos si están fríos― dijo una señora.
Me tomé dos jugos y sentí como recobraba la tranquilidad. Mis compañeros pidieron aguas gaseosas y empezaron a tomárselas sin agarrar aire.
Al llegar al carro, sentí la gloria. Llamé al diario y le pasé los datos a una compañera que redactó la nota.
Cuanto corté la comunicación, observé que Calucho intentó encender el picop que llevaba, pero había dejado las luces encendidas y dejó sin carga la batería. Empujamos el vehículo y en cuanto encendió salimos de ese lugar entre nubes de polvo. La pesadilla había terminado.

2 comentarios:

Las Grosas dijo...

NOS PARECIO MUY BUENO SU BLOG, ESPERAMOS QUE SIGA SUBIENDO TANTAS COSAS INTERESANTES COMO LO HA HECHO HASTA AHORA.
POR FAVOR,
PASESE POR EL NUESTRO, AYUDENOS.
HAGA LA ENCUESTA E INFORMESE.
ENTRE TODOS PODEMOS PREVENIR LOS ACCIDENTES DE TRANSITO.

Nancy dijo...

Julio, me gusta más esta versión de la historia. Es un poco más fluida que la versión que leí hace ¿dos años?
Seguís siendo mi héroe.