martes, 15 de septiembre de 2009

24 horas


Entré a la redacción a las 12:15 horas de aquel 5 de julio de 1998. Ignoraba que ese día la jornada de trabajo jamás terminaría, pues a los pocos minutos me embarqué en lo que años después lo llamo una peliculesca y dramática, pero anecdótica, nota roja.
Estaba por sentarme frente al escritorio de la computadora cuando recibí un mensaje en mi localizador. En ese tiempo tener celular era demasiado alto para el bolsillo. El mensaje era de los bomberos Voluntarios, y decía que llamara a la oficina de relaciones públicas de la institución.
En el teléfono reconocí la voz de Williams De León, jefe de la referida oficina de ese entonces. Sin vacilar me preguntó si estaba enterado de que en Amatitlán un reo tenía una granada de fragmentación, quien no solo amenazaba con accionarla sino que tenía de rehenes a una oficial y a un secretario del Juzgado del municipio.
Pensé; que notición…!.
Le respondí que no lo sabía, por lo que le agradecí la información y colgué. Me asignaron como fotógrafo a Alberto Galiano, quien tomó su cámara, y juntos abordamos un jeep de la prensa.
Conduje, según recuerdo, con habilidad en el denso tráfico que hasta la fecha se forma en la tortuosa calzada Aguilar Batres. Estaba emocionado, no puedo ocultarlo, porque había visto películas de casos similares, pero nunca en carne propia ni en la vida real.
Procuré ir más rápido, porque me preocupa que el reo liberara a las dos personas y no estuviéramos allí para que el compañero tomara la foto. Al entrar en el municipio me sorprendí de ver que en algunas calles y avenidas los vecinos ignoraban el peligro al que estaban expuestos. Típico de Guatemala.
Nos acercamos al juzgado, que estaba vigilado por dos agentes de la extinta Policía Nacional. Más adelante, a unos 100 metros, varias autopatrullas, agentes uniformados y otros vestidos de civil, tenían sus armas en las manos, amartilladas y listas para usarlas. Al observar con detenimiento, caí en la cuenta que había francotiradores apostados en puntos estratégicos, quienes esperaban la orden de abrir fuego a su blanco. Se trataba de Eduardo Hernández, sindicado de robo agravado y otros delitos. Era de mediana estatura, tez morena, y cabello colocho. En ese momento profería insultos y exigía un carro para huir.
Vi. a los rehenes atados uno con el otro con cinta adhesiva. Él los sujetaba con una mano, y en la otra sostenía con fuerza el artefacto, que le permitía no ser capturado y era su pasaporte a la libertad.
Me acerqué al comisario Fredys Flores, quien me definió el tipo de granada, que resultó ser una M-26 de fabricación estadounidense, la cual estalla a los 4.5 segundos después de quitarle los dos seguros.
-Si no nos matan las esquirlas, lo hace la onda expansiva que tiene un radio de 25 metros-, dijo.
Se me ocurrió preguntarle. ¿Y los manuales policiales que recomiendan en estos casos?.
Me observó por unos segundos. Se llevó a la boca un cigarrillo, le dio un buen jalón, y exhaló el humo… ― Se debe negociar hasta que se canse― dijo.
Miré con detenimiento al reo, quien estaba pegado a la pared de una vivienda, y pensé que no tenía ninguna intención de negociar con nadie y estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario. No sabía que tan pacientes tenían que ser, pero las horas se consumieron lentamente.

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La Policía intentó de todo, a pesar de su inexperiencia en estos casos, pues hasta la fecha no tienen a alguien que dirija una situación tan crítica como esta. No tienen un negociador, como dirían en el cine.
Al principio, algunos oficiales le hablaron ofuscados para que desistiera, después optaron por hablarle con tranquilidad y hubo momentos en que vio como le apuntaban con las armas dispuestos a dispararle. Pero eso no lo convenció.
En varias ocasiones intentaron dispararle, pero la orden del director de la Policía, Ángel Conte, fue que no. El riesgo era que al dispararle, soltara la granada y nadie tenía la rapidez para colocarle la espoleta para evitar la detonación. El riesgo era latente. Mientras Hernández esperaba que le dieran lo que solicitó, con toda tranquilidad fumó varios puros de mariguana y, cuando pudo, inhaló cocaína. Eso si, en ningún momento descuidó a sus presas.
Mientras la tarde se extinguía de manera inexorable, también el reo y sus rehenes avanzaron por varias calles hasta que en una de ellas permaneció varias horas.
Los reporteros que cubrimos la nota ese día, creímos, en determinado momento, que el reo se animaría a lanzar la granada contra los agentes o contra nosotros, pues ya nos había insultado y advertido que lo haría hacia donde estaban las cámaras.
Cayó la noche. Y como nunca faltan almas caritativas, algunos de los vecinos nos regalaron tazas de café y pan. A Galiano le llevé comida, pues desde que llegamos no se perdió ni un segundo de lo que acontecía.
Hablamos de la situación y coincidimos que íbamos para largo. En eso estábamos cuando el reo se movilizó unos metros y en el desorden los reporteros llegamos a estar a dos metros de él. Sentí miedo que nos arrojara la granada, pero cuando me invadió el instinto de conservación y el subconsciente pedía a gritos que huyéramos, una voz más interna, quizá proveniente desde el alma me hizo sentir que no debía tener miedo. Sentí como si alguien me dijera: “Tranquilo, no nos va a pasar nada”. Hoy estoy convencido que fue Dios.
Llegó la madrugada, el día había terminado, pero el trabajo periodístico no tuvo tregua.

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Con timidez los vecinos se asomaban a sus ventanas. Algunos no se perdían ni un segundo lo que sucedía, pero otros, con rostros de espanto, preferían ocultarse posiblemente bajo sus camas. Los reporteros, que por ahora solo recuerdo a unos cuantos como Donald González, mi recordado amigo Héctor Ramírez, el X, y Mynor Cortez de Nuestro Diario, nos instalamos ― aún no recuerdo como fue ― en la casa de una adolescente, quien nos contó que con su hermana se dedicaban a vender golosinas en los autobuses. La casa se volvió nuestra sala de redacción, donde pudimos llamar del teléfono que allí había, comer un poco, y escribir en las libretas algunos detalles para mandar la información de última hora a nuestras redacciones.
Durante la madrugada, la larga jornada de trabajo y el desvelo nos inquietaba, y para matar el estrés algunas veces hacíamos bromas o comentábamos como la Policía manejaba la situación.
A las 4 de la madrugada, de una panadería salió un hombre bajito, y muy educado dijo: “Buenos días. ¿Ustedes son reporteros?.
Varios le respondimos con afirmación.
― Pasen, aquí preparé café y en los canastos hay pan francés y de manteca ― señaló . Agarren lo que necesiten para ustedes y sus compañeros. En unos minutos tengo que salir a repartir.
Le agradecimos y no despreciamos la oferta. Aún recuerdo que agarré una hilera de pan francés y varias conchitas que me deleitan el paladar mi paladar. Todavía siento el olor del pan recién salido del horno.
Una vez saciada el hambre, retornamos a nuestro trabajo. La Policía intentó aprovechar los instantes de distracción de Hernández; y escuché cuando un agente dijo: “Jefe…, lo tengo en la mira, ¿le disparo?”. La respuesta siempre fue no.
Cuando empezaba amanecer, eran entre las 5:15 y 5:20 de la mañana del día 6 de julio, Hernández se colocó en la gasolinera Asiole, en la salida del municipio, y amenazó con más energía en estallar la granada si no accedían a su petición.
Convencidos del peligro, el comisario Julio Lone, con uniforme de combate y sin su arma, condujo una patrulla y le dijo que allí estaba el carro que había pedido. El reo y sus rehenes abordaron el vehículo.
Nos dirigimos a los carros para seguir el autopatrulla, que a gran velocidad se internó en la vieja carretera al puerto de San José. Cuando llegamos al kilómetro 79 de la referida ruta, el comisario estaba afuera del picop y varios agentes, con fusiles de asalto, rodeaban el carro. La mañana fue avanzando. El sofocante, la falta de alimento y agua debilitaron al convicto, quien exigió una pistola sin decir a la Policía para qué la necesitaba. Le dieron el arma, y ese momento de distracción le sirvió a la Policía para abrir la portezuela, sacó a los rehenes y la cerró de nuevo. A Hernández se le cayó la granada de la mano, y cuando intentó tomarla de nuevo le estalló. Fue así como terminaron casi 24 horas de una dura jornada.

2 comentarios:

Nancy dijo...

Hola Julious
No había visto que habías actualizado el calaquero... Qué tremenda historia. Creo que hace poco pasaron parte del video en un programa de Videos asombrosos y creo que era ese caso. Sin embargo, debe estar editado porque no se ve que la granada estalle.
Seguís siendo mi héroe. Gracias por tus palabras, no sabés lo bien que me sentí. Apapachos y muchos éxitos.

Penelope dijo...

Wow, qué historia!!!! y yo quejándome de mis jornadas extenunantes en el Paraninfo Universitario, jajajajaja.