miércoles, 8 de julio de 2009

Fue un dia triste


Día 3
A la mañana siguiente el día seguía nublado. Era otro día triste. La esposa de Édgar René Saenz, corresponsal en Sololá, junto con sus hijas nos prepararon desayuno. Aprovechamos para decirle que teníamos la ropa mojada y le preguntamos si conocía algún lugar para comprar ropa. Nos respondió que si comprábamos ropa nueva, la echaríamos a perder, pues nos tocaba un largo camino. Nos respondió que una su amiga era propietaria de una venta de ropa americana (Paca, sin tantas vueltas) y si queríamos nos podía llevar a comprar.
Fuimos con la vendedora donde compré lo que pude: Calcetines, playeras y pantalones de lona. Después nos llevó al mercado, y cerca había una casita donde nos atendieron dos mujeres con traje típico. Ahí compramos botas de hule, pues sabíamos que nos esperaba un tortuoso camino lodoso por recorrer, por la experiencia ya vivida.

Llegamos a Panabaj
Pues bien, el destino nos tenía preparada otra sorpresa. Iniciamos el camino de regreso a la capital, y fue igual de atropellado de cuando lo recorrimos para llegar a Sololá. El agua, que no daba tregua, derribaba muros en la carretera y las máquinas eran insuficientes para mantener habilitado el paso.
No recuerdo bien en qué kilómetro, dos niños; uno de ocho años y otro― calculo ―
de 11, se llevaron el susto de su vida.
Pasó en segundos. Mientras el piloto reducía la velocidad del carro en que nos transportábamos al ver que el paso estaba obstruido, escuché un estruendo. Cuando dirigí la mirada hacia donde provenía el ruido, vi caer un enorme tonelada de lodo de la montaña.
Mientras la avalancha revolcaba árboles y piedras, los niños, que estaban en el borde de la cuneta, se echaron a correr para impedir que los sepultara. El más pequeño se tropezó y golpeó la frente en el pavimento. El instinto de conservación lo hizo levantarse y correr hacia el otro lado de la carretera para refugiarse. Se me aceleró el corazón, porque en un momento creí que presenciaría una tragedia. Sin embargo, prácticamente Dios los salvó.
Una vez pasado el susto, con Adolfo Mejía, el fotógrafo, nos acercamos al niño. Sangraba de la cabeza. Pensé: “Aaaay Dios, qué hacemos ahora si no hay forma de llevar a este niño a un hospital”.
Mejía lo revisó y dijo que la herida era prácticamente una cortada. Sacó una navaja para cortarle un poco de cabello; le limpió la herida que estaba enlodada y vimos como la sangre le brotaba. Le echó jabón para desinfectar y luego un poco de agua oxigenada que llevaba en un improvisado botiquín. El niño no alcanzó a llorar debido al susto. Sus ojos hablaban por él y decían que habían visto a la misma muerte, pero que le permitieron regresar del otro mundo para contarlo.
A los pocos minutos apareció el padre del niño y le dijimos que lo llevara a un hospital, pues era necesario que un médico le curara la herida.
Mientras recobrábamos la serenidad, las máquinas abrieron el paso. Seguimos la ruta.
Unos kilómetros más adelante la carretera estaba totalmente cortada, y la única forma de pasar al otro lado era en medio de un profundo lodazal. Había militares con lazos para ayudar a pasar a quien lo necesitara de un lado a otro. Lo pasamos y caminamos unos kilómetros hasta encontrar un restaurante en la aldea Agua Escondida. El lugar estaba irreconocible.
Nos disponíamos a caminar para buscar un carro que nos trajera a la capital, cuando la editora, Oneida Najarro, me dijo que les habían informado que el paso hacia Panabaj, Sololá, estaba habilitado y era necesario que llegáramos a ese lugar porque había más de tres mil muertos.
Regresamos. Volvimos a pasar por el lazo y encontramos al otro lado al piloto que tenía la camioneta parqueada y esperaba a que llegáramos. Una vez más, regresamos a Sololá y luego el camino hasta a la orilla del lago de Atitlán para buscar una embarcación que nos trasladara hasta el sitio de la tragedia.
La única forma de pasar era en lancha. Tuvimos suerte que dos lanchas llegaron a traer a una escuadrilla de los bomberos Voluntarios para trasladarlos a Panabaj. Nos permitieron abordarlas y después de varios minutos estuvimos en el lugar.
No era necesario preguntar, en los rostros compungidos se notaba la tragedia. Un grupo de pobladores guió a los bomberos hacia el sitio donde estaban colocando los cadáveres, que era alrededor de la Municipalidad del municipio.
Centenares de pobladores veían como en cajas de madera hechas de pino y elaboradas a mano rápidamente llevaban los cuerpos rescatados. El Ministerio Público y la Policía tomaban nota y luego las llevaban a una fosa común que habían cavado en el cementerio local. A cada paso que daba escuchaba lamentos, y el bullicio de personas preocupadas por preguntar la identidad de quien estaba en la caja. Al oscurecer, los cuerpos de socorro decidieron suspender la búsqueda en Panabaj.
Decidimos comer algo y después dormir un poco, porque sabíamos que a la mañana siguiente tendríamos que buscar el lugar.

Zona devastada
Panabaj era una zona devastada. Familiares de las víctimas sollozaban y los perros aullaban buscando a sus amos. Por algunos momentos lo malos olores por la descomposición de los cuerpos penetraban haciendo el lugar más sombrío. El ambiente era de luto. Algunos hablaban de lo bonita que era la colonia, pero que en una noche se convirtió en un cementerio.
Las brigadas de campesinos y bomberos empezaron desde muy temprano para ayudar a levantar los escombros y rescatar cadáveres. El esfuerzo humano se vi.ó inútil al tratar de quitar grandes cantidades de tierra lodosa para encontrar cadáveres y lo peligroso que resultaba en algunos casos cuando descombraban áreas donde había agujeros que daban a lo que antes fue un patio o una casa de dos o tres niveles.
Toda la población se había volcado a rezar por las almas de las personas que murieron en Panabaj. Al final de la tarde, no hubo más excavaciones y las autoridades decidieron convertir el lugar en un camposanto. (fin).

2 comentarios:

Nancy dijo...

Qué alegría ver que sigues con El Calaquero. No voy a leer todavía el texto porque mi política actual es no leer de tristezas para empezar el día. Te dejo un fuerte abrazo y te deseo un gran día.

Penelope dijo...

Vaya, ya era hora compañerito, nos tenía abandonados