viernes, 21 de noviembre de 2008

Mi primera vez


Algunas cosas ya no me sorprenden, a no ser la muerte violenta de niños, pues no me agrada que los pequeños inocentes sufran por cosas que hacemos los adultos.
He visto muchos cadáveres. Es más, hasta aquí ya perdí la cuenta de cuantos están archivados en alguna de mis millones de celdas cerebrales; pero como dicen los psicólogos, nada de lo que hemos vivido ― sea bueno o malo ― se borra de la mente. Es, simplemente, la manera como lo tratemos, lo veamos o los consideremos, para que nos afecte o no.
Y puedo decir que es así. Aún recuerdo mi primera vez en la nota roja, pues me afectó tanto que está bien presente. No recuerdo el nombre de las víctimas, ni el día, sólo sé que fue en 1,998 a eso de las 14:00 horas, pues no se me olvida que tenía hambre y que junto con el piloto y el fotógrafo¬¬ ―Roberto Martínez (QEPD) ― nos enviaron a la carretera entre Villa Canales y San Miguel Petapa.
Cuando llegamos vi un automóvil de cuatro puertas sobre el camino asfaltado. Dos autopatrullas de la desaparecida Policía Nacional estaban adelante, y una ambulancia de los bomberos Voluntarios se encontraba parqueada atrás del vehículo.
Descendimos del jeep en el que viajábamos, y nos acercamos a la escena del crimen. El cadáver de un hombre estaba tirado en el asfalto, atrás del vehículo particular, y una enorme poza de sangre se había formado alrededor de la cabeza. No solo fue repugnante, me fastidió el día. Por cierto, siempre me he preguntado por qué sale tanta sangre de esa parte del cuerpo. Alguien me dijo una vez que es porque allí se concentra la mayor cantidad del torrente sanguíneo, y después se distribuye al corazón y se riega por todo el cuerpo. Aunque no soy médico, como periodista me parece que son litros de sangre los que guarda el cerebro. Cuando se desparrama, crispa los nervios.
Mientras procuraba disimular que me desagradaba aquel escenario, miré que la portezuela izquierda del vehículo estaba abierta. En segundos descubrí la razón; las piernas de un hombre, también muerto a balazos, estaban afuera, como que intentó salir para escapar de sus atacantes.
Una vez más, miré hacia otro sitio. Dije para mis adentros que no necesitaba ver los cadáveres, bastaba con que algún bombero o Policía me diera la información sobre el móvil del crimen, los nombres de las víctimas ― si es que llevaban identificación ― y recoger algunos detalles de testigos. Es más, si había testigos mejor, pues de esa manera podía acercarme a la verdad de lo sucedido y no era necesario ver los cadáveres.
Roberto—Mi buen amigo, viejo lobo de mar ― me dijo que me acercara a un subcomisario que se encontraba en el sitio.
Observé que en el hombro izquierdo de la camisa celeste llevaba un rombo dorado. En ese momento apuntaba en su agenda la información que un subalterno le proporcionaba con detalle. Cuando la cerró y se la acomodó bajo el brazo derecho, me acerqué para hablarle. Me identifiqué, y le pregunté si tenía los nombres de los fallecidos y si estaba enterado de qué había sucedido en aquel lugar.
No se me olvida. Como si hubiera sido un castigo o quizá me vio la cara de espanto, que pareció que se propuso fastidiarme. Me dijo: ― Claro que si, venga ―.
Me guió hacia el cadáver tirado detrás del automóvil.
― Mire ― dijo. A este le hicieron los disparos en la cabeza, vea que en la frente tiene un balazo y tiene otro en el parietal izquierdo. Este se llama… y me dijo el nombre y la edad.
Le hice creer que observaba lo que me decía, pero en realidad tenía fija la vista en mi libreta. El subcomisario, Henry López, llegó a ser director adjunto de la Policía Nacional Civil. El 23 de septiembre de 2008 fue destituido.
Volvamos al caso. Creí que allí terminaría todo en aquella escena de doble crimen, pero no. López hizo que nos acercáramos al cadáver sobre el asiento trasero del automotor. Mi comportamiento fue el mismo.
― Vea que este tiene disparos en la cara y el pecho. También lleva en la cintura un porta pistola, posiblemente se la quitaron y no pudo defenderse o con ella misma le dieron muerte ― explicó.
Al salir de allí estaba molesto, preocupado. Además el hambre me hacía más fastidioso el momento. Decidí que al llegar a la redacción le pediría al editor que no me enviaran jamás a cubrir este tipo de noticias. Pero es en estos momentos cuando se descubre si hay convicción, si se tiene oficio y deseo de ser periodista. Lo peor para fue que a partir de ese momento me convirtieron en apoyo del compañero a cargo de la nota roja, Samuel Flores. En ese tiempo había tantos hechos criminales ― bueno hoy en día siguen igual o peor ―, y nos tocaba cubrir casos de secuestros y eventos sangrientos provocados por el crimen organizado.
Así que el exigir o pedir que no me enviaran quedó como un intento, nada más. Durante varios días no asimilé la idea de ser reportero de sucesos. Una noche me dijo el editor que continuaría asignado a la nota roja, y me pidió que le pusiera empeño.
Me fui a mi casa mortificado, me rehusaba a convertirme en ser reportero de sucesos. Esa noche, mientras escuchaba los ruidos del vecindario, analicé la situación. Y llegué a la conclusión de que tenía dos opciones. Una, pedirle al director que me cambiara de fuente, pero habría sido decepcionante para mi hacerlo. La otra era aceptar la situación. Entonces me pregunté cómo hacerlo, y la respuesta la obtuve yo mismo. Fue sencilla. Entendí que no tenía elección, así que debía acostumbrarme a ver cadáveres y tomarlo desde el punto de vista que todos tenemos que morir alguna vez, eso me evitó un conflicto interno.
Pues bien, llevo diez años de cubrir sucesos. Estoy más que acostumbrado, aunque tampoco es que me agrade ver cadáveres. Me ha tocado cubrir muchos hechos violentos, pero reconozco que la nota roja tiene su cuota de adrenalina y aventura. En muchos casos, esta fuente periodística tiene historias para contar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Para crisparse los nervios


Los agentes de las Fuerza Especial Policial (FEP), de la Policía Nacional Civil, descendían a toda prisa del picop que los transportó al primer callejón de la colonia Valle del Sol, en la zona 4 de Mixco, cuando los proyectiles del potente fusil AK-47 perforaron la unidad. Cerrojearon sus armas y abrieron fuego hacia la casa de donde provenían los disparos.
La balacera duró más de dos horas, en la cual resultó herido el periodista Héctor Ramírez, alias el X. Una bala de calibre 9 milímetros le perforó el pecho, pero el lapicero que llevaba en el bolsillo de su camisa desvió la ojiva, que pasó milimétricamente a un lado del corazón, y se le alojó en el músculo.
Esto fue el 25 de noviembre de 1997. La banda fue bautizada con el nombre de Valle del Sol. Una parte de la gavilla fue capturada ese día; y liberaron a un joven que permanecía secuestrado. La Policía dijo que era brazo fuerte del crimen organizado, que se dedicaba a secuestrar, asaltar bancos, camiones blindados y robaba vehículos particulares. Con ayuda del personal de aduanas y empleados del Ministerio de Finanzas, sacaban los automóviles particulares a El Salvador y Honduras con papelería legal.
Sus nombres y apodos se convirtieron en noticia por ser sanguinarios. Su frialdad para halar del gatillo dejó más de 20 muertos, entre ellos agentes de seguridad y cuatro efectivos del Servicio de Investigación Criminal (SIC). Llegaron a cometer 200 asaltos a bancos, antes de que ultimaran a Julio René Iboy, cabecilla de la banda, y a su hermano en la 14 avenida y 9a. calle de la colonia Quinta Samayoa, zona 7, el 14 de agosto de 2001.
Aquel mes de noviembre, era la primera vez que como periodista cubría una balacera. No niego que me llenaba de satisfacción saber que tendría la oportunidad de escribir la crónica para un periódico, aparte de la adrenalina de estar en medio de las balas.
En el tiroteo Iboy, junto con Federico Cajas Salinas, alias Lico, asesinado un año después en El Salvador cuando atracaba una agencia bancaria, lograron escapar. Para evadir el cerco policíaco, accionaron una granada de fragmentación, que hizo que muchos creyéramos que era el fin, o como si viviéramos en carne propia una película de acción, con la diferencia que podíamos morir.

***

Esa tarde me encontraba con Roberto Martínez, con quien buscábamos la dirección de un allanamiento, a bordo de un jeep samurai. Roberto fue ultimado el 27 de abril del 2,000 durante las protestas por el alza al pasaje. Recuerdo bien a mi amigo, porque perderlo nos dolió a todos los que estábamos aquella fatídica tarde.
En la balacera que les cuento, el operador de planta del diario preguntó por radio nuestra ubicación, y le contesté que estábamos en la colonia Santa Marta, zona 5 de Mixco.
― Dirigite a la colonia Valle del Sol, está en la zona 4 de Mixco, cerca del Tecolote de Montserrat― explicó.
Aceleré con dirección al referido lugar. Aparecí sobre la calle de la emergencia del IGSS, llamado 7-19, y mi primera crispada de nervios fue ver que a un agente de la Policía Nacional Civil se le escapó un disparo de la subametralladora Uzi al intentar abrir la portezuela de la auto patrulla, y el agujero que hizo la bala de calibre 9 milímetros en el metal se veía perfecto.
Seguida de esta escena, el ruido de balas en el callejón. Las potentes descargas eran inconfundibles, eran fusiles, una batalla en plena ciudad.
― Parqueate ― dijo Roberto. Tomó su maletín, preparó su Canon, ajustó el lente y caminó hacia donde provenían los disparos. Varios agentes uniformados, con sus armas en la mano, impedían que circularan vehículos frente a la colonia. Maniobré hacia donde pude estacionar el jeep.
Al descender, caminé hacia donde un grupo de agentes con sus armas en la mano estaban tirados en un área verde de un centro comercial frente a la colonia.
― No se acerquen― gritó un Policía. Las balas rebotan a este lado. Tírense al suelo. ¡Cuidado…!.
Recién terminaba de decir esto, una bala se incrustó en el cemento de la banqueta. Minutos después, el X se tocó el pecho. Estaba a dos metros míos, y me dijo: ― Estoy herido―.
Con su mano derecha se oprimía el pecho, y corrió hacia una ambulancia, que lo llevó al IGSS. Su camarógrafo se quedó a cubrir el desenlace de la balacera.
Roberto sólo lo vio cuando abordó la ambulancia, y se encuclilló para avanzar hacia donde ocurría el intercambio de disparos. Deseaba hacer una buena fotografía. Lo seguí, pero otro Policía que se protegía en una patrulla nos advirtió que era un atentado, que buscáramos la otra entrada.
Le obedecimos. Salimos de aquella parte y caminamos para la otra entrada del callejón. Reporteros de otros medios estaban pegados a la pared, para evitar ser alcanzados por una bala. El ruido apenas nos permitía comentar lo que sucedía, porque después de cada intercambio de disparos, una agente decía a través de un megáfono:
― Ríndanse, están rodeados. Salgan con las manos en alto―.
La respuesta fue una sórdida descarga, y por consiguiente, los agentes continuaron con los disparos y lanzaron gas lacrimógeno.
La FEP, grupo entrenado para ingresar a inmuebles donde se corre riesgo de un enfrentamiento, se acercó finalmente a la vivienda a las 16:30 horas. Forzaron la puerta y entraron disparando.
Cuando supimos esto entramos al callejón. Vi. salir a un muchacho con un gorro de lana y ropa harapienta, que gritaba que no le dispararan.
― No me maten por el amor de Dios ―, gritaba con angustia. Seis agentes lo apuntaban con sus fusiles.
Dijo su nombre, y les explicó que estaba secuestrado, y que sus familiares estaban negociando su rescate. La Policía verificó sus datos y minutos después un oficial dijo que no mentía, y ordenó que le protegieran. Lo trasladaron a un auto patrulla para evacuarlo de la zona y alejarlo de los reporteros.
Varios agentes se acercaron al sitio. Pegados a las paredes de las casas contiguas, empuñaban sus armas. Los vecinos empezaron a salir de sus residencias, con los rostros descompuestos.
Cuando todo parecía calmarse, se escuchó otra descarga de fusil y un gran estruendo. ― Ya nos mataron ― fue lo primero que pensé. El pánico se apoderó de todos. Agentes vestidos de civil, y otros uniformados, buscaron refugio y dispararon a todo lo que se movía dentro de la casa.
Recuerdo que estaba junto a un vehículo con diez agentes a mi lado, que mantenían sus armas en la mano. Cuando tuve conciencia de lo que pasaba, me vi tirado en el suelo, casi debajo del automóvil. Un Policía le dijo a otro: ― Esos disparan con fusil, y esas balas atraviesan cualquier cosa. Así que este carrito tampoco nos va a librar mucho ―.
Levanté la vista, y observé que un agente del Servicio de Investigación Criminal (Sic) sostenía en su mano izquierda una subametralladora Uzi, y con su otro brazo protegía a una señora que llevaba en brazos a una niña de unos dos años. Ella gritaba que abrieran la puerta de una de las viviendas para refugiarse, pero el agente la llevo hacia otro sitio, para resguardarla. Los fotógrafos desafiaron el peligro,levantaron sus cámaras para grabar aquel momento de pánico y confusión.
Finalmente un comisario gritó que detuvieran el fuego, que nadie disparara, que todo estaba controlado.
Nos enteramos que Iboy, Lico habían accionado la granada junto al carro blindado del entonces director de la Policía, Ángel Conte Cojulún.
A las 17 horas todo había vuelto a la calma. Me acerqué más a la casa de donde se produjo el enfrentamiento. Del inmueble emanaba un irritante olor a gas lacrimógeno. Había pedazos de vidrios de las ventanas, estaban dos autos el garaje y en el segundo nivel tenían reducidos a tres hombres, quienes cuidaban al secuestrado.
Conte Cojulún dijo que en la casa había un arsenal, granadas de fragmentación, dinero y documentos que revelaban la identidad de los miembros de la banda.
La casa de enfrente, de donde se produjo la balacera, tenía la pared perforada. Le pregunté al dueño ― un hombre de 1.65, obeso, de unos 55 años ― que habían hecho para protegerse.
― Nos metimos hasta los últimos cuartos. Estuvimos debajo de las camas con mis hijos y mis nietos. Los muebles están perforados y las paredes fueron alcanzadas por los balazos—, dijo.
Los delincuentes que escaparon aquella tarde se convirtieron en noticia. Los robos a bancos continuaron, los atracos a camiones blindados se convirtieron en la comidilla periodística. En otro episodio les contaré la historia de esta banda, sus cerca de 200 atracos bancarios y los detalles de su asesinato el 14 de agosto de 2001, en una operación en la que participó el servicio de inteligencia militar, según cuentan ex comisarios.