lunes, 24 de septiembre de 2012

El poder de la oración

Un par de veces he visto la película Huracán, en la que los dos protagonistas y su equipo con conocimiento de tecnología, se dedican a perseguir este fenómeno que con solo verlo en fotografías o en video y la destrucción que provoca es para espantarse. Supongo que vivirlo debe ser una horrible pesadilla. El domingo 26 de agosto me tocó vivir una cosa parecida, y aunque los expertos del Instituto Nacional de Sismología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) aseguran que fue solo un torbellino, el simple hecho de recordarlo me provoca escalofríos. Durante todo ese día no quise salir de la casa, me mantuve con una playera, una inusual pantaloneta y tenis. Como a las 3 de la tarde se me ocurrió invitar a mi mamá a un café, para que disfrutara la tarde. Me animé a hacerlo unos 45 minutos después. Se había nublado, pero eso no cambió la decisión. Me levanté del sillón para buscar un paraguas y de manera instantánea dije: --Mama, voy por el carro ¿salimos a tomar cafecito?. A ella le agradó la idea y contestó que estaba bien. Caminé hacia donde estaba el carro, a unas dos cuadras. Mientras lo hice, el cielo amenazó con dejar caer una fuerte lluvia. Sentí en varias ocasiones la fuerza de los goterones, pero nada más. Cuando estuve dentro del carro, la lluvia fue un poco más intensa, pero no era lo que puede llamarse un aguacero. Llevé el carro a la casa, pero cuando pasaba frente la 28 calle observé a lo lejos, en dirección a la avenida Bolívar, un humo negro que parecía un incendio. No pude ubicar exactamente de donde salía la humareda, pero reduje la velocidad para tratar identificarlo. Me causa gracia cada vez que lo recuerdo, pero mi vista confundió dos láminas que flotaban con hojas de árbol. Mientras los sentidos lo ubicaban, en cuestión de segundos escuché el enorme estruendo y puede ver que se trataba de un torbellino. Conforme avanzaba, el ruido era cada vez más audible, por lo que no me quedó la menor duda de lo que estaba pasando. En segundos recordé la película, pero lo que tenía ante mis ojos era real. Lo estaba viviendo en carne propia y obviamente el sistema nervioso también. Fueron segundos los que utilicé en llevar el carro de la esquina a mi casa, a una distancia de 50 metros. Los sentí eternos. Me detuve, bajé de inmediato y ví el rostro de incredulidad de mi sobrina de 11 años. Mi mamá se veía seria, asustada, pero no imaginaba qué era lo que sucedía. --Mama, abrí la puerta—le pedí. Una vez dentro le dije que cerrara, porque se nos acercaba un gran chubasco que tiraba láminas y venía levantando los techos. --¡Cierro entonces!—contestó apresurada mientras al mismo tiempo comenzó a cerrar. No sabía qué hacer. Mi cabeza no sabía si lo mejor era refugiarnos, subirnos al carro y huir era lo mejor. Estaba nervioso. Me detuve a pensar que mi mamá no está para correr, es una mujer de la tercera edad. También necesitaba que mi sobrina reaccionara. Pensé: Si salgo con ellas, puede no nos de tiempo y podemos quedar en medio del torbellino. --Lo mejor es quedarnos-- me dije. Luego pensé, ¿y el carro?. ¿Dónde lo guardo?. No tengo un lugar seguro. Bueno, había que soportar la idea de que lo dañaran los objetos que arrojaba el torbellino. Pareciera que me hubiera tomado un tiempo para meditar, pero no lo fue. Llegar a esta conclusión considero fue en centésimas de segundo. A una velocidad electrizante. Mientras pensaba como protegernos, mi mamá me pidió que llamara a mi hermana, quien estaba en otra casa a cuatro cuadras. Me temblaban y apenas pude marcar para avisarle. Mientras le hablé, me coloqué frente a la ventana para lo que sucedía. El viento soplaba vertiginosamente y los árboles parecían que deseaban gritarnos del peligro que se acercaba. Parecía que el aire se desplazaba en un círculo grande, como si acompañara el desembocado torbellino. En lo que avanzaba, comencé le implorarle a Dios que no permitiera que nos dejara sin techo la casa. Le pedía a Jesús nos librarnos del mal que nos acechaba. A los lejos escuché a mi mamá con sus dos manos en posición de oración que imploraba se alejara el peligro. Fueron siete minutos los que duró el torbellino dijeron los noticieros. Puedo decir que para mi fueron eternos. Finalmente el fuerte viento se desvió hacia la avenida del Cementerio General, donde se estrelló con los árboles que, como si fueran humanos, murieron derribados como soldados de Dios contuvieron la amenaza. Dejó a su paso destrucción, pero por fortuna no hubo víctimas, solo daños materiales. Cuando el fuerte viento se deshizo, hubo amenaza de llover. Cayó solo una llovizna por unos minutos y luego quedó un cielo gris, que parecía se sentía culpable de lo que había pasado. Cuando volvió todo a la calma, pensé: Ese torbellino parecía un gigante con vida, con una fuerza incontenible. Poco a poco llegaron vecinos de otras cuadras a saber cómo estaba mi madre. Todos coincidían: “Nosotros cuando vimos lo que estaba pasando, nos pusimos a orar”. Todas las mujeres de allá abajo comenzaron a rezar, contó un vecino. --Nosotros—dijeron dos indigentes con rezagos de ebriedad, nos abrazamos y le imploramos a Dios. “Creímos que era el fin del mundo”, dijeron. Es de esta manera como caí en la cuenta de cuán poderosa es la oración y como de tantos años que me ha tocado cubrir desastres y tragedias por la época lluviosa, con el paso del huracán Mitch y los estragos de la tormenta Stand, esta vez me convertí en víctima. Aunque doy a gracias a Dios que no nos pasó.